Bienvenidos a El Mundo según Cecilia

Ni en broma ni en serio sino que en ambas formas y gracias a la guìa de mi hija Elizabeth, aquì estoy dando a luz a mi cuarta intervenciòn en Internet, siendo mis anteriores websites www.cablenet.com.ni/historyarte , www.cablenet.com.ni/historia/histoper y www.cablenet.com.ni/rubendario .Soy Cecilia, historiadora y profesora de idiomas tan orgullosamente nicaraguense como nuestro rìo San Juan, tengo 48 años y 27 dìas al momento de comenzar este parto, y es un intento por saltarme la barrera de las censuras, derribar el muro de Berlìn de los convencionalismos gazmoños y evitar que mis aportes se vean entorpecidos por la mediocridad. Aquì encontrarèis mis artìculos sobre historia, mis relatos de terror que sacan tinta de la sangre de los campos de guerra de la Nicaragua violenta de los años80, mis pensamientos filosòficos y mi amor incondicional por los animales. Quizàs sea la màxima expresiòn del egocentrismo militante y el sadismo utilitario, pero os prometo que no estarèis indiferente a nada, que ya es algo en este mundo de tedio y aburrimiento. Pasad adelante y gozad, o a como dicen los "cops" en Estados Unidos: Relax and enjoy it!
Cecilia Ruiz de Ríos
31 de octubre de 2007,Managua


lunes, 3 de mayo de 2010

El Garfio




El garfio
Para la memoria de Josip Broz Tito
“Explícame cómo extricar esa obsesión incluso de mis huesos, si no hay forma de lograr un aliento que no lleve sus huellas digitales.”Alphonse Bertillon, máximo detective francés y padre de la antropometría.
“Yo voy por el lago, navego, calma es conmigo, palomas blancas en mi sangre .En torno mío el crepúsculo estalla, el mundo se convulsiona , y yo en mi templo de paz interior.”San Bernard de Clairvaux, fundador de los cistercienses
“De todos aquellos bebés que nacieron en torno al 4 de octubre y que fueron destinados a la sala de incubadoras del Hospital El Retiro en la vieja Managua antes del terremoto del 72, el que más recibía atención de todos los 15 era yo, pero en ese entonces qué me iba a dar cuenta de esa arma letal y mágica que da el destino, la vida, o si sóis religiosos atribuyámosla a Alá o a Ahura Mazda o a alguna diosa hindú de aspecto exótico. Estaba demasiado ocupada tratando de sobrevivir al horrible impacto proveniente de la caída aparatosa de mi madre de un bruto garañón a quien ella quiso montar en pelo estando ella ya abultada en el sexto mes de embarazo y seis semanas , ay mi imprudente madre a quien ni 20 caballos mustangs podrían dominarla. Había sido extraída yo de su pobre y golpeada humanidad con un fórceps-algo obvio cuando veis mi frente de enormes entradas-mientras se dudaba si ella o yo podríamos sobrevivir, pero una vez afuera me di cuenta que si no luchaba el mundo nunca sería mío. El renacuajo endeble y amarillento que fui al nacer vino a este valle de lágrimas con unos ojos que podrían mejor ser descritos como blancos oscuros, o gris perla, enormes, hipnóticos, inhumanos, a como podríamos imaginar los ojos de un alienígena. Las enfermeras de la sala de incubadoras debieron haberse percatado que no sería cualquier cosa, y era el bebé más atendido y protegido de todos, aunque habían otros seres más desvalidos y de aspecto más ratonil que yo ahí. Mi madre se fue a casa a los dos días de ser yo extricada de ella, más o menos zurcida y con mareos, mientras mi padre suspiraba de alivio que ninguna de las dos se murió.
Luego el autor de mis días me contaría que a diario, él pasaba preguntando cómo iba, y siempre encontraba a un fascinado trabajador de la salud pendiente de mí. Uno de ellos, fanático religioso, decía que me parecía a lo que él se imaginaba hubiera sido San Francisco de Asís, y chequeaba siempre que la temperatura estuviera ajustada, que mi alimento llegara puntualmente, y anotaba cada mejoría. Mi padre preguntó por qué yo era la más atendida, y según me relataba luego, el enfermero gay le había dicho que solo me mirara a los ojos y tendría una contundente respuesta sin tener que preguntar nada más. Al parecer mi progenitor lo hizo, pasando a ser otra víctima del efecto del garfio. Esa atracción ineludible, fatal, perpetua, intoxicante y tan imborrable que habría de ejercer sobre los humanos, y sobre los animales a como luego iría descubriendo, sería lo que me acompañaría por el resto de mi vida. El garfio, a como le llaman en varios países asiáticos.
Un mes después de nacer, mis padres se vistieron de gala para ir a traer al ya no tan espantoso bebé que yo era al hospital. No más incubadora. Mi madre aún me encontró un poco deprimente y me miró como con ganas de preguntar si no había alguna ley que prohibiera llevar a un objeto viviente tan horroroso a la casa, pero se conmovió al ver que el equipo entero de enfermeros y doctores que atendían la sala de incubadoras estaban tristes porque yo me iba. Una enfermera gorda mulata, doña Luisa, le dio a mis padres un dije de media luna con una estrella- el símbolo del Islam- en coral negro para que me protegiera. Ese dije se lo había regalado un amante árabe que ella mucho había amado. Luisa lloraba a mares, como si ella hubiera querido llevarme con ella. Para entonces ya estaba más redondita y estaba por probar de nuevo que mi poder de engarfiar a otros seres vivos era innegable. El doctor les había advertido que debido a que había nacido prematuramente a los seis meses y tres semanas de gestación, tendría siempre frío, no digeriría mariscos y leche entera y podría tener una serie de alergias. Pero no era alérgica al pelo del gato, y apenas llegué a casa y me pusieron en mi suntuosa cuna, Morfeo el gato negro de mi papá me dio la más cálida bienvenida, entrando al lujoso moisés a acurrucarse conmigo. No había manera de sacar al enorme y mechudo persa negro de ahí y desde ese instante se convirtió en el custodio más celoso y cariñoso de mi persona. Mi padre decía que fue un coup de foudre-un amor relámpago-en su más puro estado. Mi madre colocó el dije islámico en una cadenita de oro y lo puso en torno a mi cuello, ahora más rellenito. Aún tenía pavor de tocarme, le parecía que yo era una figurina de cristal de las de Murano, Venecia, y que me iba a romper en mil pedazos en cualquier momento. Pobrecita, debe haber sido un infierno tener que atenderme.
El garfio, a como pude ir experimentando, funcionaba para atrás y para adelante. O sea que no solo garantizaba que alguien quedara adicto a mí por el resto de su vida, sino que también podía sellar un odio visceral hacia mi persona digno de una telenovela o cuento de terror. Lo que garantizaba el garfio era la perpetuidad de ese sentimiento, fuera una adicción desbocada o un aborrecimiento instantáneo. Mi hermano mayor Paul nunca pudo asimilarme desde que llegué envuelta en una preciosa colcha gitana a la casa, y hasta la vez él existe en Estados Unidos y yo en Managua y tras tantas reyertas mientras crecíamos juntos jamás pudimos dirigirnos la palabra sin colmarnos de insultos el uno al otro. Maestros que fueron mis admiradores y defensores acérrimos tenían contraparte en otros que decían que yo era un engendro del diablo, y amigos leales como Davy y Jonathan y Marianne quien murió en circunstancias extrañísimas mientras le extirpaban un pólipo cerca del pulmón, iban en contraste con la latente y galopante envidia de una buena cantidad de mis compañeros de clase del colegio, quienes aún tantos años después se mueren de la ira cuando gano otro premio literario o tengo algún logro de mucha monta, aunque son muy puntuales para enviar el esperado e- mail de cortesía felicitando a vuestra servidora por otro éxito más. No conviene contrariarla, nos puede hacer la vida pesada, no? Hay caldos que nunca se enfrían, señores, será mejor que lo creamos para vivir más a tono con la realidad.
No puedo quejarme de los efectos del garfio cuando fui estudiante becada de una potencia europea. Me di cuenta no solo que el poder del garfio seguía intacto , pero que también era susceptible a que otros lo ejercieran sobre mí. En 1980 estaba destinada a darme cuenta cómo padecían los otros por culpa de un golpe del garfio, cuando pude sentir sus efectos. Desde en enero estuve pendiente de la salud de mi ídolo, el incomparable más allá de lo incomparable, Josip Broz Tito, el unificador de lo que fue Yugoslavia. Ya existía referencia que mi papá lo había conocido poco después de la II Guerra Mundial donde ambos combatieron pero no juntos, y desde niña mi papá hablaba incansablemente de él. Sabiendo que el líder padecía de diabetes-a como padezco hoy en día yo-estaba en alerta que los años que tenía Tito no le iban a ayudar mucho. El viejo guerrero estaba enfermo. Yo tenía que darme prisa. Soñaba con él, coleccionaba sus fotos, y no tenía paz. Compré el boleto de tren para Belgrado. Estudiaba en medio de un mar de sudores, aunque era invierno al inicio de 1980 y luego la primavera que tenía ganas de desbordarse sobre mí. El garfio que tuvo Tito para con tantas personas que lo conocieron estaba haciendo estragos sobre mí. Para colmo unos ineludibles exámenes hicieron imposible que pudiera ir a Yugoslavia antes que se muriera, y a inicios de mayo de 1980 el líder que me enloqueció y hasta la vez me trastorna se fue del mundo físico.
Andaba siempre yo con un radio de transistores chiquito y mientras hacía un examen en la universidad, el locutor dio la noticia que Tito se había muerto. No me pude controlar. Rompí el examen en trizas, hice una bola con algunos pedazos y se la lancé a la cara al profesor, quien me miraba espeluznado mientras yo gritaba, me revolcaba y lloraba. A estas alturas que ya tenía ojos color de tornado, era una inundación de lágrimas. Me enfermé, y pasé dos días sin comer. Cómo era posible que el kismet me hiciera esto? Tito se había ido del mundo sin conocerme, no había podido llevarle girasoles grandes y de aspecto alegre pero de centros siniestros como yo. No era posible. Seguí sus exequias enrollada en la cama, por televisión, y supe que tendría que ir a Yugoslavia. En efecto, apenas hube terminado con mis compromisos semestrales de estudios, me fui por tren a Yugoslavia. Ya para entonces habían remitido los restos de Tito a un mausoleo, y con un manojo de girasoles fui ahí, de negro cerrado, con un velo nigérrimo, mi amuleto del Islam alrededor del cuello en riña con doble collar de perlas legítimas. Una vez en el mausoleo puse las flores y me tembló la mano, luego la barbilla y me desgracié en público, pues las mujeres no debemos llorar ante todos. Una mujer madura pero aún bellísima se acercó a mí y me puso su mano pequeña sobre el hombro. Era Jovanka, la viuda. Sonreía, entendiendo el efecto que aún después de muerto, seguía teniendo su hombre. Me invitó a tomar té con ella y me estuvo refiriendo cómo su marido usó el don del garfio para fines políticos. Había sido irresistible, lo sabía ella. Me dijo que yo tenía el mismo don, o maldición, y que le hubiera gustado mucho ver cómo su esposo hubiera reaccionado al conocerme. Hubiera sido tremendo pugilato de poderes, hija, me dijo a carcajadas.
Años después. Habiendo ya sacado el doctorado, regresado a casa y tras de ser reclutada para el ejército, y tiempo después de casarme sin que el garfio tuviese nada que ver(increíble, pero con algunas personas el garfio no funciona, son inmunes porque les falta la estopa que hace que el fuego sople y se arme el incendio que provoca el garfio)y a punto de creer que el sebo de mi candela para dicho efecto se había terminado o gastado hasta la nimiedad, la vida se encargó de reiterarme que el garfio era para siempre. Acompañada de un ex jefe, por cierto un destacado publicista quien siempre supo que el garfio vende y vende a millones, visité una tienda de mascotas en un centro comercial. Y hélo ahí, un conejo negro joven, si un solo pelo de blanco, me lanzó el garfio. Decidió que era yo quien lo habría de llevar. No andaba un cinco sobre mí, y generalmente los animales más atractivos poco duran en los negocios de mascotas pues ahí nomás se los llevan, así que la esperanza de que lo pudiera encontrar al día siguiente que era día de pago era mínima. Lo miré detenidamente y pareció sonreír. Me fui con la imagen del animal estampada en la memoria. Al día siguiente apenas toqué el sobre de pago, me fui a la tienda de animales y ahí estaba. Todos sus otros 6 compañeros ya habían sido comprados, solo quedaba él. La despachadora me mostró un brazo todo herido y me explicó que intentó venderlo a 4 personas y el animal armó tal lucha que los posibles compradores no lo pudieron llevar. Otros le tuvieron miedo. Cuando extendí una mano al animal, éste se me acercó y me brindó su cara. Compré una jaula para llevarlo, y en ella él se metió de inmediato. León Uris, así le llamé por el autor norteamericano que nos dio super novelas como Trinity, Exodo y QBVII. Esta vez el garfio era mutuo. No sé cómo pero quizás vosotros me podéis explicar cómo funciona el asunto del garfio, pero estoy segura que ese bello conejo no se dejó llevar de nadie más porque sabía de alguna forma que yo llegaría por él.
A estas alturas de mi madurez, me iría mejor si pierdo el garfio. Ya lo conozco demasiado bien, es como sensación de trepidación helada que baja por el espinazo, un imán que atrae sin que esté previsto por plan ni medida. La vista curiosa, color tolvanera o verde mar, o incluso café y prohibida ya, sigue la silueta que entra del sol, un poco sin aire, y la mirada se queda en las canas que ya comienzan, y se detiene en los ojos y luego sigue a su libre albedrío. Ay no, otra vez no. Sucedió el año pasado y esta vez fue incontenible. El rastro a perdición con seudónimo de miedo, la primera palabra, el primer apretón de manos. La rosa de los vientos buscando cómo huracanarse. La paz gélida en el interior para mí, colmada de indiferencia amable, con toda la Antártida y sus pingüinos riéndose adentro, pero la adrenalina envenenando al otro ser vivo, como mordida del alacrán, serpiente enroscada en el tobillo, vampiro legendario listo para morder, fascinación ponzoñosa que le atribuían al basilisco. El poder de atracción que le atribuían a Rubén Darío? Y si hubiéramos nacido en la misma época, me pregunto entre vanidosa y muerta de miedo.
Es lo mismo que sintió Morfeo al verme siendo bebé, la misma sensación urgente del gato pequeño allá en Ciudad Darío que un domingo soleado le hizo seguirme mientras visitaba a una pariente, lo que hace que los pajaritos azules que pululan por el cafetín de la unidad militar donde estoy asentada se equivoquen, me sigan y quieran pasar por el vidrio del laboratorio y eso les cause dolor y dejar una gota de sangre sobre el cristal, y yo me sienta culpable. Lo mismo, lo mismo, el pavor disfrazado de júbilo que luego se disuelve en incertidumbre. O adicción. Saca a los zanates de sus nidos para aterrizar en los hombros no tan cansados, irrita al perro pastor alemán por la parada del bus, el garfio va envuelto en erudición o en un rastro de olor, pero ahí está. El amuleto del Islam parece garantizarme la paciencia de Mahoma para con sus gatos, y me deja nula y plácida y sin agitación. Luisa, donde quiera que esté la vieja enfermera, sabía a qué se refería. Curioso pues quien transmite la hemofilia, la mujer, no la padece. Pero el velo oscuro no deja sombra tras de mí ni a la luz de la luna y me urge canear, me urge una menopausia que no me quiere para nada, me es de emergencia reposar mi huesera que ya no quiere más accidentes de los que tuvo en el campo de batalla, porque es triste ver que los capullos florecen en los árboles por todo trayecto donde se pasa, las aves con sus alucinaciones oníricas se salen de sus nidos y la tierra se incendia en silencio solo porque al fin y al cabo, ni la muerte, a como fue en e caso de Josip Broz Tito, resuelve el poder dionisíaco y casi infernal de un garfio que traemos desde las entrañas de la madre. Nos vanagloriamos en secreto, nos regodeamos del efecto causado, hasta podríamos refocilarnos en actos de crueldad involuntaria. Y al final, el regreso al centro gravitacional de serenidad que permite apreciar los estragos causados, es un poco como volver de la guerra, donde vimos tantas cosas que quizás no queremos recordar. Es otro el que se retuerce, es otro el que se angustia, tiene otro apellido la ansiedad. Y el garfio sigue igual, hasta que un día el numeral perdido en la sucesión de número primos se oblitere y aún cuando lleven a lanzar el corazón desde un helicóptero sobre el Río San Juan, el velo o hálito fatal seguirá siendo el susurro en la tarde de quienes aún recuerden las torturas eximias del garfio más excelso. “
25 de febrero del 2010 6:50 pm
Cecilia Levallois H.

2 comentarios:

Matou dijo...

cecilia! me hice un lector muy asiduo de tu blog despues de que hayas dejado de escribirlo.. y me alegra mucho que vuelvas, un saludo

Anónimo dijo...

Estimada Cecilia:
Te escribo desde Asturias, España
Estoy terminado de escribir un libro: "Historias de la maratón, los 100 km. y
otras largas distancias", que va a ser muy bonito.
Entre sus contenidos están las referencias a las primeras maratones olímpicas,
que ya sabes que tienen unas historias enternecedoras.
He visto tu extraordinario artñiculo sobre Bikila y quería pedirte si me lo
podrías ceder para el libro, citándote exprésamente como historiadora y
profesiora y publicando la bonita foto que tienes en el blog.
Te enviaría el libro y aquí me tendrías, a la recíproca, para lo que
necesitases.
Decirte que colaboran numerosas personalidades de todo el mundo
En espera de tus gratas noticias, recibe un a abrazo desde España
José M. García-Millariega
Ultradistance Runner (100 km [28], 24 y 48 horas)
Organizador de las 24 Horas de La Fresneda Running Race
Maestro, Graduado Social, Licenciado en Ciencias del Trabajo, Diplomado en
Periodismo por México, DF
Asturias, Spain
asturfidipides@yahoo.es
Phone_____676397613