Bienvenidos a El Mundo según Cecilia

Ni en broma ni en serio sino que en ambas formas y gracias a la guìa de mi hija Elizabeth, aquì estoy dando a luz a mi cuarta intervenciòn en Internet, siendo mis anteriores websites www.cablenet.com.ni/historyarte , www.cablenet.com.ni/historia/histoper y www.cablenet.com.ni/rubendario .Soy Cecilia, historiadora y profesora de idiomas tan orgullosamente nicaraguense como nuestro rìo San Juan, tengo 48 años y 27 dìas al momento de comenzar este parto, y es un intento por saltarme la barrera de las censuras, derribar el muro de Berlìn de los convencionalismos gazmoños y evitar que mis aportes se vean entorpecidos por la mediocridad. Aquì encontrarèis mis artìculos sobre historia, mis relatos de terror que sacan tinta de la sangre de los campos de guerra de la Nicaragua violenta de los años80, mis pensamientos filosòficos y mi amor incondicional por los animales. Quizàs sea la màxima expresiòn del egocentrismo militante y el sadismo utilitario, pero os prometo que no estarèis indiferente a nada, que ya es algo en este mundo de tedio y aburrimiento. Pasad adelante y gozad, o a como dicen los "cops" en Estados Unidos: Relax and enjoy it!
Cecilia Ruiz de Ríos
31 de octubre de 2007,Managua


lunes, 3 de mayo de 2010

El Garfio




El garfio
Para la memoria de Josip Broz Tito
“Explícame cómo extricar esa obsesión incluso de mis huesos, si no hay forma de lograr un aliento que no lleve sus huellas digitales.”Alphonse Bertillon, máximo detective francés y padre de la antropometría.
“Yo voy por el lago, navego, calma es conmigo, palomas blancas en mi sangre .En torno mío el crepúsculo estalla, el mundo se convulsiona , y yo en mi templo de paz interior.”San Bernard de Clairvaux, fundador de los cistercienses
“De todos aquellos bebés que nacieron en torno al 4 de octubre y que fueron destinados a la sala de incubadoras del Hospital El Retiro en la vieja Managua antes del terremoto del 72, el que más recibía atención de todos los 15 era yo, pero en ese entonces qué me iba a dar cuenta de esa arma letal y mágica que da el destino, la vida, o si sóis religiosos atribuyámosla a Alá o a Ahura Mazda o a alguna diosa hindú de aspecto exótico. Estaba demasiado ocupada tratando de sobrevivir al horrible impacto proveniente de la caída aparatosa de mi madre de un bruto garañón a quien ella quiso montar en pelo estando ella ya abultada en el sexto mes de embarazo y seis semanas , ay mi imprudente madre a quien ni 20 caballos mustangs podrían dominarla. Había sido extraída yo de su pobre y golpeada humanidad con un fórceps-algo obvio cuando veis mi frente de enormes entradas-mientras se dudaba si ella o yo podríamos sobrevivir, pero una vez afuera me di cuenta que si no luchaba el mundo nunca sería mío. El renacuajo endeble y amarillento que fui al nacer vino a este valle de lágrimas con unos ojos que podrían mejor ser descritos como blancos oscuros, o gris perla, enormes, hipnóticos, inhumanos, a como podríamos imaginar los ojos de un alienígena. Las enfermeras de la sala de incubadoras debieron haberse percatado que no sería cualquier cosa, y era el bebé más atendido y protegido de todos, aunque habían otros seres más desvalidos y de aspecto más ratonil que yo ahí. Mi madre se fue a casa a los dos días de ser yo extricada de ella, más o menos zurcida y con mareos, mientras mi padre suspiraba de alivio que ninguna de las dos se murió.
Luego el autor de mis días me contaría que a diario, él pasaba preguntando cómo iba, y siempre encontraba a un fascinado trabajador de la salud pendiente de mí. Uno de ellos, fanático religioso, decía que me parecía a lo que él se imaginaba hubiera sido San Francisco de Asís, y chequeaba siempre que la temperatura estuviera ajustada, que mi alimento llegara puntualmente, y anotaba cada mejoría. Mi padre preguntó por qué yo era la más atendida, y según me relataba luego, el enfermero gay le había dicho que solo me mirara a los ojos y tendría una contundente respuesta sin tener que preguntar nada más. Al parecer mi progenitor lo hizo, pasando a ser otra víctima del efecto del garfio. Esa atracción ineludible, fatal, perpetua, intoxicante y tan imborrable que habría de ejercer sobre los humanos, y sobre los animales a como luego iría descubriendo, sería lo que me acompañaría por el resto de mi vida. El garfio, a como le llaman en varios países asiáticos.
Un mes después de nacer, mis padres se vistieron de gala para ir a traer al ya no tan espantoso bebé que yo era al hospital. No más incubadora. Mi madre aún me encontró un poco deprimente y me miró como con ganas de preguntar si no había alguna ley que prohibiera llevar a un objeto viviente tan horroroso a la casa, pero se conmovió al ver que el equipo entero de enfermeros y doctores que atendían la sala de incubadoras estaban tristes porque yo me iba. Una enfermera gorda mulata, doña Luisa, le dio a mis padres un dije de media luna con una estrella- el símbolo del Islam- en coral negro para que me protegiera. Ese dije se lo había regalado un amante árabe que ella mucho había amado. Luisa lloraba a mares, como si ella hubiera querido llevarme con ella. Para entonces ya estaba más redondita y estaba por probar de nuevo que mi poder de engarfiar a otros seres vivos era innegable. El doctor les había advertido que debido a que había nacido prematuramente a los seis meses y tres semanas de gestación, tendría siempre frío, no digeriría mariscos y leche entera y podría tener una serie de alergias. Pero no era alérgica al pelo del gato, y apenas llegué a casa y me pusieron en mi suntuosa cuna, Morfeo el gato negro de mi papá me dio la más cálida bienvenida, entrando al lujoso moisés a acurrucarse conmigo. No había manera de sacar al enorme y mechudo persa negro de ahí y desde ese instante se convirtió en el custodio más celoso y cariñoso de mi persona. Mi padre decía que fue un coup de foudre-un amor relámpago-en su más puro estado. Mi madre colocó el dije islámico en una cadenita de oro y lo puso en torno a mi cuello, ahora más rellenito. Aún tenía pavor de tocarme, le parecía que yo era una figurina de cristal de las de Murano, Venecia, y que me iba a romper en mil pedazos en cualquier momento. Pobrecita, debe haber sido un infierno tener que atenderme.
El garfio, a como pude ir experimentando, funcionaba para atrás y para adelante. O sea que no solo garantizaba que alguien quedara adicto a mí por el resto de su vida, sino que también podía sellar un odio visceral hacia mi persona digno de una telenovela o cuento de terror. Lo que garantizaba el garfio era la perpetuidad de ese sentimiento, fuera una adicción desbocada o un aborrecimiento instantáneo. Mi hermano mayor Paul nunca pudo asimilarme desde que llegué envuelta en una preciosa colcha gitana a la casa, y hasta la vez él existe en Estados Unidos y yo en Managua y tras tantas reyertas mientras crecíamos juntos jamás pudimos dirigirnos la palabra sin colmarnos de insultos el uno al otro. Maestros que fueron mis admiradores y defensores acérrimos tenían contraparte en otros que decían que yo era un engendro del diablo, y amigos leales como Davy y Jonathan y Marianne quien murió en circunstancias extrañísimas mientras le extirpaban un pólipo cerca del pulmón, iban en contraste con la latente y galopante envidia de una buena cantidad de mis compañeros de clase del colegio, quienes aún tantos años después se mueren de la ira cuando gano otro premio literario o tengo algún logro de mucha monta, aunque son muy puntuales para enviar el esperado e- mail de cortesía felicitando a vuestra servidora por otro éxito más. No conviene contrariarla, nos puede hacer la vida pesada, no? Hay caldos que nunca se enfrían, señores, será mejor que lo creamos para vivir más a tono con la realidad.
No puedo quejarme de los efectos del garfio cuando fui estudiante becada de una potencia europea. Me di cuenta no solo que el poder del garfio seguía intacto , pero que también era susceptible a que otros lo ejercieran sobre mí. En 1980 estaba destinada a darme cuenta cómo padecían los otros por culpa de un golpe del garfio, cuando pude sentir sus efectos. Desde en enero estuve pendiente de la salud de mi ídolo, el incomparable más allá de lo incomparable, Josip Broz Tito, el unificador de lo que fue Yugoslavia. Ya existía referencia que mi papá lo había conocido poco después de la II Guerra Mundial donde ambos combatieron pero no juntos, y desde niña mi papá hablaba incansablemente de él. Sabiendo que el líder padecía de diabetes-a como padezco hoy en día yo-estaba en alerta que los años que tenía Tito no le iban a ayudar mucho. El viejo guerrero estaba enfermo. Yo tenía que darme prisa. Soñaba con él, coleccionaba sus fotos, y no tenía paz. Compré el boleto de tren para Belgrado. Estudiaba en medio de un mar de sudores, aunque era invierno al inicio de 1980 y luego la primavera que tenía ganas de desbordarse sobre mí. El garfio que tuvo Tito para con tantas personas que lo conocieron estaba haciendo estragos sobre mí. Para colmo unos ineludibles exámenes hicieron imposible que pudiera ir a Yugoslavia antes que se muriera, y a inicios de mayo de 1980 el líder que me enloqueció y hasta la vez me trastorna se fue del mundo físico.
Andaba siempre yo con un radio de transistores chiquito y mientras hacía un examen en la universidad, el locutor dio la noticia que Tito se había muerto. No me pude controlar. Rompí el examen en trizas, hice una bola con algunos pedazos y se la lancé a la cara al profesor, quien me miraba espeluznado mientras yo gritaba, me revolcaba y lloraba. A estas alturas que ya tenía ojos color de tornado, era una inundación de lágrimas. Me enfermé, y pasé dos días sin comer. Cómo era posible que el kismet me hiciera esto? Tito se había ido del mundo sin conocerme, no había podido llevarle girasoles grandes y de aspecto alegre pero de centros siniestros como yo. No era posible. Seguí sus exequias enrollada en la cama, por televisión, y supe que tendría que ir a Yugoslavia. En efecto, apenas hube terminado con mis compromisos semestrales de estudios, me fui por tren a Yugoslavia. Ya para entonces habían remitido los restos de Tito a un mausoleo, y con un manojo de girasoles fui ahí, de negro cerrado, con un velo nigérrimo, mi amuleto del Islam alrededor del cuello en riña con doble collar de perlas legítimas. Una vez en el mausoleo puse las flores y me tembló la mano, luego la barbilla y me desgracié en público, pues las mujeres no debemos llorar ante todos. Una mujer madura pero aún bellísima se acercó a mí y me puso su mano pequeña sobre el hombro. Era Jovanka, la viuda. Sonreía, entendiendo el efecto que aún después de muerto, seguía teniendo su hombre. Me invitó a tomar té con ella y me estuvo refiriendo cómo su marido usó el don del garfio para fines políticos. Había sido irresistible, lo sabía ella. Me dijo que yo tenía el mismo don, o maldición, y que le hubiera gustado mucho ver cómo su esposo hubiera reaccionado al conocerme. Hubiera sido tremendo pugilato de poderes, hija, me dijo a carcajadas.
Años después. Habiendo ya sacado el doctorado, regresado a casa y tras de ser reclutada para el ejército, y tiempo después de casarme sin que el garfio tuviese nada que ver(increíble, pero con algunas personas el garfio no funciona, son inmunes porque les falta la estopa que hace que el fuego sople y se arme el incendio que provoca el garfio)y a punto de creer que el sebo de mi candela para dicho efecto se había terminado o gastado hasta la nimiedad, la vida se encargó de reiterarme que el garfio era para siempre. Acompañada de un ex jefe, por cierto un destacado publicista quien siempre supo que el garfio vende y vende a millones, visité una tienda de mascotas en un centro comercial. Y hélo ahí, un conejo negro joven, si un solo pelo de blanco, me lanzó el garfio. Decidió que era yo quien lo habría de llevar. No andaba un cinco sobre mí, y generalmente los animales más atractivos poco duran en los negocios de mascotas pues ahí nomás se los llevan, así que la esperanza de que lo pudiera encontrar al día siguiente que era día de pago era mínima. Lo miré detenidamente y pareció sonreír. Me fui con la imagen del animal estampada en la memoria. Al día siguiente apenas toqué el sobre de pago, me fui a la tienda de animales y ahí estaba. Todos sus otros 6 compañeros ya habían sido comprados, solo quedaba él. La despachadora me mostró un brazo todo herido y me explicó que intentó venderlo a 4 personas y el animal armó tal lucha que los posibles compradores no lo pudieron llevar. Otros le tuvieron miedo. Cuando extendí una mano al animal, éste se me acercó y me brindó su cara. Compré una jaula para llevarlo, y en ella él se metió de inmediato. León Uris, así le llamé por el autor norteamericano que nos dio super novelas como Trinity, Exodo y QBVII. Esta vez el garfio era mutuo. No sé cómo pero quizás vosotros me podéis explicar cómo funciona el asunto del garfio, pero estoy segura que ese bello conejo no se dejó llevar de nadie más porque sabía de alguna forma que yo llegaría por él.
A estas alturas de mi madurez, me iría mejor si pierdo el garfio. Ya lo conozco demasiado bien, es como sensación de trepidación helada que baja por el espinazo, un imán que atrae sin que esté previsto por plan ni medida. La vista curiosa, color tolvanera o verde mar, o incluso café y prohibida ya, sigue la silueta que entra del sol, un poco sin aire, y la mirada se queda en las canas que ya comienzan, y se detiene en los ojos y luego sigue a su libre albedrío. Ay no, otra vez no. Sucedió el año pasado y esta vez fue incontenible. El rastro a perdición con seudónimo de miedo, la primera palabra, el primer apretón de manos. La rosa de los vientos buscando cómo huracanarse. La paz gélida en el interior para mí, colmada de indiferencia amable, con toda la Antártida y sus pingüinos riéndose adentro, pero la adrenalina envenenando al otro ser vivo, como mordida del alacrán, serpiente enroscada en el tobillo, vampiro legendario listo para morder, fascinación ponzoñosa que le atribuían al basilisco. El poder de atracción que le atribuían a Rubén Darío? Y si hubiéramos nacido en la misma época, me pregunto entre vanidosa y muerta de miedo.
Es lo mismo que sintió Morfeo al verme siendo bebé, la misma sensación urgente del gato pequeño allá en Ciudad Darío que un domingo soleado le hizo seguirme mientras visitaba a una pariente, lo que hace que los pajaritos azules que pululan por el cafetín de la unidad militar donde estoy asentada se equivoquen, me sigan y quieran pasar por el vidrio del laboratorio y eso les cause dolor y dejar una gota de sangre sobre el cristal, y yo me sienta culpable. Lo mismo, lo mismo, el pavor disfrazado de júbilo que luego se disuelve en incertidumbre. O adicción. Saca a los zanates de sus nidos para aterrizar en los hombros no tan cansados, irrita al perro pastor alemán por la parada del bus, el garfio va envuelto en erudición o en un rastro de olor, pero ahí está. El amuleto del Islam parece garantizarme la paciencia de Mahoma para con sus gatos, y me deja nula y plácida y sin agitación. Luisa, donde quiera que esté la vieja enfermera, sabía a qué se refería. Curioso pues quien transmite la hemofilia, la mujer, no la padece. Pero el velo oscuro no deja sombra tras de mí ni a la luz de la luna y me urge canear, me urge una menopausia que no me quiere para nada, me es de emergencia reposar mi huesera que ya no quiere más accidentes de los que tuvo en el campo de batalla, porque es triste ver que los capullos florecen en los árboles por todo trayecto donde se pasa, las aves con sus alucinaciones oníricas se salen de sus nidos y la tierra se incendia en silencio solo porque al fin y al cabo, ni la muerte, a como fue en e caso de Josip Broz Tito, resuelve el poder dionisíaco y casi infernal de un garfio que traemos desde las entrañas de la madre. Nos vanagloriamos en secreto, nos regodeamos del efecto causado, hasta podríamos refocilarnos en actos de crueldad involuntaria. Y al final, el regreso al centro gravitacional de serenidad que permite apreciar los estragos causados, es un poco como volver de la guerra, donde vimos tantas cosas que quizás no queremos recordar. Es otro el que se retuerce, es otro el que se angustia, tiene otro apellido la ansiedad. Y el garfio sigue igual, hasta que un día el numeral perdido en la sucesión de número primos se oblitere y aún cuando lleven a lanzar el corazón desde un helicóptero sobre el Río San Juan, el velo o hálito fatal seguirá siendo el susurro en la tarde de quienes aún recuerden las torturas eximias del garfio más excelso. “
25 de febrero del 2010 6:50 pm
Cecilia Levallois H.

Vol de Jour




MUNDO DE CANICA
MERCI Antoine de Saint Exupéry, je vous remercie Silvio
EL ARTE ES UN ARMA CARGADA DE FUTURO. William Shakespeare.
“Vuelo hacia vos, y no sé si el vuelo y la anticipación de verte es por fin más que el arribo.”Antoine de Saint Exupéry, aviador y escritor francés
“No fue hasta que vi la mirada transparente, fija, tan inmensamente azul que me di cuenta que estaba predispuesta desde la cuna para pasar por este experiencia tan extraordinaria. Yo había sabido desde chavala, desde aquel incidente con las canicas multicolores de mi papá supersticioso, que iba a vivir en un mundo de canicas. Chibolas, les llamamos en Nicaragua, trocitos de mundo le llamaba un entrenador vietnamita que tuve y al cual aprendi a adorar sin que ninguno de los dos nos enterásemos, sino hasta el momento que se fue para Vietnam de nuevo. Pero antes del vietnamita, antes de este vuelo de día que ha sido como una pequeña serenata diurna y que me perdone Mozart por usurparle el título, las canicas de mi padre me habían marcado el destino. Siendo hija de un judío irlandés que estuvo en el Desembarco de Normandía, tuve que acostumbrarme a su sentido del fatalismo que caracteriza a judíos y árabes por igual, y saber que tenían ritos supersticiosos para todo. Es curioso que alguien quien creció con rugby en su país de origen se hubiera hecho tan fanático del beisbol y en particular de los Indios del Boer. Amaba con una pasión leonina a dicho equipo, y lloraba en público si perdían…ese era mi señor padre.
“ Antes de cada juego de su equipo, enterraba dos canicas.-de colores distintos a los que había enterrado la ver anterior, pero siempre de las más caras que el dinero pudiese comprar en los mercados- y con eso garantizaba la victoria del amado equipo. En la temporada beisbolera de aquel entonces que yo tenía trece años, mi padre ya había enterrado alrededor de unas 50 canicas o más en el jardín donde mi madre sembraba sus Príncipe Negros, Philadelphias, Oro de Ophir, Triunfos del color pálido rosa del interior de una concha marina, Rosa de Paz y aparte de las rosas de distintas razas, las vistosas gerberas. Ese año mi madre cometió el disparate de creer que los tulipanes podrían florecer en el trópico, compró a precio de oro varios bulbos de dichas flores turcas y le dio la orden a don Pedro, nuestro gentil jardinero valetudinario, que le preparase un trecho de tierra por debajo del porche de la casa, pues ella personalmente plantaría los bulbos de tulipanes ahí. Al preparar la tierra con fertilizantes, don Pedro se halló con la sorpresa que habían casi sesenta canicas plantadas ahí y se asustó.
“el jardinero le dijo a mi madre que sepa judas qué brujería estaba practicando mi padre, tomó las canicas, las metió en una bolsa y se las dio a mi mamá, quien las guardó por someter a su esposo a una interrogación peor que los autos de fe de la Inquisición española. Da la mala casualidad que esa tarde jugaban los Indios del Boer en la noche y mi padre se había ido al estadio conmigo pues yo era quien lo atendía desde una enorme hielera en forma de iglú donde mi madre le empacaba toda suerte de bocadillos y golosinas. Esa noche el equipo predilecto de mi padre perdió 6 a 2 y el autor de mis días lloró como plañidera en público mientras yo me moría de la vergüenza y trataba de esconderme detrás de la enorme hielera. De regreso a casa, faltaba lo peor. Mi madre lo abordó iracunda con la enorme bolsa de canicas exigiendo la verdad y solo la verdad poniéndole la mano sobre el libro de El Capital de Marx(mi padre era ateo y marxista y por ende no se le podía pedir la verdad jurando sobre la Biblia, el Torah o nada parecido). No recuerdo haber visto a mi papá tan pálido como cuando mi madre le presentó la bolsa de las canicas. Comenzó a gruñir que por culpa de mi mamá habían perdido los Indios del Boer, por desenterrarle las canicas, que no era culpa de don Pedrito, y que se habían cagado en él como fanático. Explicó con asomo de sonrojo su creencia que las canicas traían buena suerte al equipo favorito, que no había realidad científica pero en algo había que creer aunque no en dios, agarró la bolsa de canicas y maldijo a los tulipanes. En efecto, los pobres bulbos nunca llegaron a florecer y mi madre casi llora al ver a los zompopos salir encebollados cargando los embriones de tulipanes que nunca llegaron a nacer, siendo ésta una locura que a mi madre le costó más que un collar de malaquita. Mi padre esta vez re-enterró las canicas, más otras 4 más de desagravio, en otro lado del vasto jardín- sospecho que bajo el árbol más grande de icacos, pues mi madre se burlaba diciendo que nos iban a salir en el postre de icaco en miel que ella hacía. Las canicas…vaya pues. La lección estaba aprendida, pero jamás me hubiera imaginado qué tipo de dividendos yo iba a ganar en el futuro. Si hubiera sabido, hubiera tratado de luchar contra el kismet, el sino, el destino?
“Mi padre estuvo en la Royal Air Force (RAF)como piloto de combate y participó en la Segunda Guerra Mundial. No era tanto que él quisiera que yo fuese una réplica femenina de él, sino que seguir sus pasos era lo más normal y se sentía tan cómodo, tan genuinamente yo. Fue un placer ser ganadora de medallas en pesas, kendo y lanzamiento de la bala como él, pero la decisión de ser piloto de combate resultó uno de los pasos más difíciles de mi vida, no porque yo no quisiera serlo, sino por el país donde vivíamos. La única piloto femenina, una hermosa militar morena llamada Zayda González, había perecido en un accidente aéreo a inicio de los 80 y desde entonces no habia existido otra. Entre las clases extras que mis padres me pagaron estaban unas de vuelo con un piloto de una aerolínea comercial, y así aprendí el manejo de avionetas fumigadoras cuando era apenas una adolescente. Me bachilleré a los 15 años y ya podía hablar varios idiomas y pilotear avionetas. Tras haber sido enviada a Inglaterra me di cuenta que estaba destinada para la aeronáutica y dejé la carrera de filosofía. Me entrené en el manejo de aeronaves Cuando retorné a mi país años después me di cuenta que las cosas eran muy distintas para los que deseaban ser pilotos militares. La mayor parte de ellos habían recibido la debida preparación teórica, sabiendo de motores, aerodinámicas, fuselaje y tras haber sido la carrera de solo un año con el requisito preliminar de ser bachiller y estar en óptima salud, ahora eran tres años de carrera y para los pilotos militares comenzaban ya para entonces desde finales de los años 90 por ser cadetes en la academia militar del ejército. Aunque no había requisito de estatura mínima sí pedían que no hubiera anteojos de por medio. El inglés era un requisito que se pedía pero que pocas veces se tomaba en cuenta a como debía de ser. Yo con mis casi seis pies de estatura y la coloración oscura de irlandés negro de mi padre me sentí como Blanca Nieves rodeada de sus adoradores enanos cuando fui a parar a la Fuerza Aérea, y en realidad para ser sincera no estaba tomando las cosas con la debida seriedad. Había heredado una granja repleta de cítricos al lado de Niquinohomo, un legado de mi tío Juan quien murió solterón y tenía la idea de experimentar genéticamente con algunos árboles fruteros me llamaba la atención. Si alguna vez alguien se hubiera atrevido a insinuar que mi propia genética iba a ser alterada le hubiera dado muerte con una hulera.
“Mis viejos como que olían que iban a morir pronto que les dio prisa por “dejarme colocada”, a como ellos llamaban al matrimonio arreglado a como se acostumbraba para los judíos de antaño. Dado que desde niña me habían acostumbrado a la idea de que no iba a casarme por amor, el concepto del matrimonio para mí fue como el gusto adquirido por las aceitunas, que la primera vez saben a una montaña de sal y luego una hasta las echa al nacatamal aunque no venga en su receta original. Todo era relativo, y lo dijo Einstein, quien era tan judío como yo. Por eso la gente dice que los judíos venimos solo a joder al mundo. No había terminado de acostumbrarme a mi overol de piloto militar cuando mis padres me zamparon en un traje de novia que les costó un ojo de la cara, con bordados Richelieu y todo cuento, me consiguieron una chutzpah que parecía toldo de carretón de diligencia y me maniataron a Elser Kellerman, gordo, judío, de cuentas cómodas y cara de querube enojado. Así pasé a ser Madame Esther O´Malley -Kellerman, aunque nunca me firmé con el apellido que le costó a mi padre una buena casa como dote. Los intentos por conseguir descendencia fueron poco sabrosos e infructuosos, él se dedicó a su microfinanciera mediante la cual le sacaba en unto a los campesinos y microempresarios con préstamos de intereses leoninos mientras yo acababa mi entrenamiento. Me especialicé en helicópteros, generalmente uno entraba a la fuerza aérea y partían el lote de pilotos a la mitad, un tanto para los aviones y otros para los helicópteros. Me dio cierta risa cuando me dijeron que era imposible que volara estando gestante, pero ese no era un problema conmigo. Elser Kellerman y yo teníamos el matrimonio más perfecto posible ante las circunstancias de nuestro enlace: casi no nos veíamos y menos que nunca en la cama. No había araña, no podía haber telaraña. Elemental mi querido Watson hubiera dicho Sherlock Holmes. Por eso aquello de la vibración abortiva me dejaba fría. No era riesgo para mí. Estaba casi resignada al hecho que jamás tendría hijos.
“Poco después de la muerte de mis padres en un accidente aéreo, el gusanillo de la curiosidad me atacó. Ellos me habían casado para ver nietos, y se habían ido de este mundo sin ver cumplido el anhelo más grande de todo padre de familia. Me adentraba en mi especialidad, aprendía con una velocidad pasmosa. Tenía una curiosidad sin límite. No en balde había tenido un ascenso meteórico.
“Una tarde mientras miraba que le acomodaban artillería a un helicóptero en el cual había volado con asientos para VIP el día anterior me pregunté si mi estado personal no era casi como el de una cotorra. O el de una lesbiana casada, aunque nunca me gustaron las mujeres. Volaba helicópteros MI17 y aunque nunca nadie se había molestado en ponerles otra cosas que no fuera placas y numeraciones a los tantos aparatos, y tampoco a los casi 20 aviones tenían nombres, yo comencé a llamarle Brian Boru-como el rey inglés que fue ancestro de mi papá-al que yo más frecuentemente volaba. Una noche casi a escondidas me llevé una botella de vino Anjou Rosé y la había estampado sobre el helicóptero, soy tu Ban Righ, tu reina, Brian Boru le dije en el poco galés que yo hablaba como parte de mi herencia celta. Una lágrima cristalina me asomó a solo un ojo. Un rito católico de bautismo hecho por una judía más creyente en el marxismo que en dios. Cómo hubiera sido ponerle nombre a un hijo.
“Al día siguiente tuve programado vuelo, Brian Boru estaba recibiendo su mamila de 2,785 litros de un combustible llamado Jetta-1, una sustancia de alto octanaje que mas bien parecía gas. Irían conmigo el co-piloto, el técnico de vuelo y unos cuantos oficiales. En la cabina a la izquierda iba yo, a la derecha el copiloto y en medio como salero iba el técnico de vuelo. Antes de entrar a la nave, le habíamos dado el chequeo de 360 grados, viendo que todo estuviera en orden, como cuando el Garfield de las comiquitas le da una vuelta al trozo de lasagna que va a consumir. Es un acto gatuno, ejecutado ya en el overol rutinario. Era una réplica de la vuelta que daba mi gato angora en casa a la vieja espineta que nunca aprendí a tocar bien. En misiones llevando a ministros o mandatarios, era posible llevar puesto el uniforme de gala, con su forro de seda capitonada que daba un calor arrecho. No me había gustado la broma de Elser Kellerman me dio en una ocasión en que volé a un vicepresidente sudamericano, diciendo que era muy práctico volar en traje de gala porque si se descachimbaba el aepopló(nunca les quiso llamar helicópteros) ya solo lo echaban en la caja a uno porque de todas maneras a los milikos los enterraban siempre en traje de gala, eso si quedaba algo que enterrar o uno no quedaba como los pollos para freír que los venden en piezas.…así se ahorraban tener que vestir al muerto en otra cosa, y fue cuando le dije que por eso nos odiaban a los judíos, por ser pinches y no gastar en nada extra, porque si todos los maridos judíos como él fuesen mujeres lavarían los paños sanitarios de una regla para usarlos en la siguiente. La sonrisa se le había quedado congelada en el rostro de luna llena a mi pobre esposo. No le gustaba que algo tan mínimo como una mujer, por muy propia que fuera, le ripostara. Quiso disimular diciendo que lo mismo pasaba con los tuxedos o smokings, que los hombres los usaban, de todas religiones, siempre que les fuera a pasar algo horrible, como casarse, ser electos presidentes o ir en un ataúd cuya comodidad ya no sentían rumbo al cementerio. No le quise decir que vivía en un mundo ficticio donde todo se medía por términos como débito y crédito sin pensar en cómo comerciaban con la miseria humana de nuestros paísitos subdesarrollados.
“La planta eléctrica en tierra que se usaba para energizar al aparato estaba ya lista, el técnico había chequeado todo y ya estaba conectada la planta para el arranque. Los pocos oficiales que iban con nosotros estaban ya en sus lugares. Calentamos por un minuto mientras comprobábamos los sistemas. Hice la comunicación con la torre de control, di el plan de vuelo, y se hizo el taxeo hacia la pista principal para el debido despegue. Una vez en la pista pedimos autorización a la torre central para despegar. Con el bastón colectivo cuyo movimiento es de arriba abajo se incrementó la potencia y movimiento de las palas o aspas.
”Es increíble como la destreza nos hace un poco autómatas. Me sabía mejor que la palma de mi mano las palancas y maniguetas que lleva un helicóptero. Los dos pedales que gobiernan la dirección hacia los lados, el bastón cíclico que va al centro para regir el medio que controla las aspas que el aparato como corona móvil. El despegue en vertical daba lugar a vuelo estacionario de 3 a 5 metros por encima del suelo por unos instantes. Se daba el último control de parámetro, el bastón colectivo hacia arriba, el pedal derecho para controlar qué giro daba la nave. El bastón cíclico se fue hacia delante bajo la mano y la nave salió volando hacia adelante en vertical. Se podía despegar de corrido como avión, pero esta vez despegué en vertical. Una vez Elser Kellerman me preguntó si tenía palanca de retroceso y me había hecho estallar de la risa. Por supuesto que no la tenía, pero solo en la mente criminal de un usurero podría caber semejante idea tan descabellada...
“Nada se compara con el sabor del aire lavado por la lluvia reciente. En tierra yo ya había preparado el vuelo, trazando la ruta, ya que el vuelo se había hecho bien planificado. Sobre un mapa se habían marcado las coordenadas del punto de partida y de el de arribo, ingresándolos al GPS(sistema de posición global). Este era un navegador y era usado rutinariamente como instrumento de navegación. Ibamos para el Castillo de la Inmaculada Concepción sobre el Río San Juan, el mismo donde la mozalbeta mulata Rafaela Herrera a sus 19 años había defendido la provincia de Nicaragua contra los piratas inglesas para un rey que no solo no le daría las gracias sino que le restregaría en la cara el haber nacido al otro lado de la cobija matrimonial, bastarda sin derecho a nada en aquellos crueles tiempos…
“ Habíamos visto el sitio que era nuestro punto de arribo desde lo alto, perdiendo altura poco a poco conforme el uso del bastón colectivo hasta una altura de 15 a 20 metros donde hicimos un vuelo estacionario antes de aterrizar una vez que se había bajado el bastón colectivo. Salimos raudos, agachando las cabezas por medida de seguridad, demasiadas películas a lo Rambo donde habíamos visto que las cabezas salían volando cercenadas.
“En esta vez no se había planificado ningún salto departe de los oficiales. Los saltos se daban a alturas desde 600 a 1200 metros para caída libre(o sea cuando uno soltaba el paracaídas por cuenta propia). Había un poco de lluvia pero no neblina. En una ocasión en que yo había hecho un salto libre en la misma zona casi había caído cerca de donde un enorme cuajipal almorzaba saber qué criatura que le había caído en fauces. Esa vez anterior andaban conmigo una veintena más de oficiales, y uno había hecho la mitad del vuelo en el inodoro pues el estómago lo llevaba jugado del miedo. Yo lo había tratado de alegrar recordándole que contara las luces que tiene un helicóptero, 3 de navegación, 4 de formación, una de taxeo y dos faros para aterrizar, y que no dijera caballadas porque nuestros helicópteros no acuatizaban, sino que aterrizaban solo en tierra. El joven teniente solo había tenido tiempo de decir que con todas las luces prendidas el aparato parecía un árbol de navidad barato antes de ir a sacar otro medio litro de bilis, dándole gracias a su dios que este helicóptero tenía cagadero.
“Una vez concluida la misión en el Castillo, nos habíamos vuelto a preparar para salir, esta vez de regreso a Managua. Una súbita tormenta violenta que casi oscureció por completo lo que habia sido un día muy soleado pareció aparecer de la nada. Ya estábamos en el aire y esperábamos poder viajar más rápido que las enormes nubes negras cumulonimbos que amenazaban sobre el horizonte. El copiloto me había insinuado que solo una mujer podría ser tan impulsiva, y que hubiera sido mejor esperar. Lo oí musitar entre dientes, qué se puede esperar de la teniente coronel, judía y mujer, rechinada por ambos lados. No quise entrar en disputa con él. Tenía una sensación extraña de urgencia, de salir de ahí lo antes posible, porque algo azul se cernía sobre mí. No pude abrir la boca y confesarle a los oficiales que nos acompañaban cómo eran las coordenadas de la sensación atosigante de miedo que sentía, no de volar, ni mencionar la idea que una extraña presencia externa pero cálida se apoderaba del ambiente dentro de la aeronave, porque nunca sentí miedo de eso. Era un sentimiento raro, una premonición de acecho que tenía que ver con mi huesera, con mi carne femenina como tal. Una impresión que me estaban viendo desde adentro, una paranoia de los músculos, un escalofrío de la sangre que desafiaba descripción. Una ballerina esperando entrar a escena para dar los 32 giros continuos del acto segundo del Lago de los Cisnes, sabiendo que era la culminación y ordalía a la vez.
“Una inmensa esfera azulada, como réplica del globo terráqueo apareció ante mis ojos, disminuyó de tamaño pero no de brillo, luego otra igualita y pude ver que era un par de ojos más celestes que la esencia del azur jamás visto. Azur, el azur divino de Rubén Darío. Recordé las canicas supersticiosas de mi papá, pero eran de material inanimado. Estos eran ojos, y estaban vivos, y un hilito de sangre parecía derramarse de uno de ellos. Me percaté que mi copiloto iba dormido profundamente, y el técnico de vuelo como en estado de trance, pero siempre en medio como salero reinando una mesa. Nadie parecía estar respirando, y abajo las aguas del Cocibolca ya no eran azuladas o sucias sino como un torrente de vino tinto, o sangre.

“Si me preguntan cuánto duró el instante no les puedo decir pues ni yo misma lo supe. Mi mentón fue tomado en unas manos suaves, sedosas, de uñas transparentes. Una suave lasitud se apoderó de mí. La nave parecía balancearse suavemente en el aire, como una pluma de ave que lentamente cedía ante los inevitables requiebros de la gravedad. Fui cayendo en un sopor tranquilo, como que inhalé un éter que solo podría ser la ambrosía de los dioses, y el néctar de la vida fluyó por mí. Antes de perder el conocimiento, un destello azulado y aquel rostro de ojos azules, sonriendo como si fuera un angel extraviado, se fijó en mi memoria para nunca más salir de ella. La sensación de la piel de este ser se quedó archivada en la punta de la yema de mis dedos, y el olor detrás del cartílago donde mi nariz se funde con el hueso. Busco perfumes para obliterar ese recuerdo aromático y aún así no lo logro.
“Estoy contando el cuento porque sobrevivimos todos intactos a ese extraño trance. Bueno en mi caso, casi intacta. De algún manera nos percatamos que salíamos del sopor y los instrumentos de vuelo de alguna manera nos llevaron hasta el punto donde vimos la población de Tipitapa y los reflejos del Momotombito en las aguas oscuras del Xolotlán. Estábamos por llegar a Managua cuando estuvimos conscientes. El aire dentro del helicóptero parecía estar poblado de trocitos de diamantes, centellas como luciérnagas diurnas, y digo diurnas porque apenas el sol comenzaba a despedirse por el horizonte del ocaso. Aterrizamos y todo pareció normal. Por acuerdo tácito, nunca expresado, jamás hablamos de la experiencia inesperada que tuvimos de la nave. Sería un secreto colectivo, si algo así podría existir.
“Meses más tarde, a mis cuarenta y cinco años, perdí la regla y no era la entrada de la menopausia. Elser Kellerman, con quien no había tenido intimidad desde una semana antes de ese vuelo extraño, debatió consigo mismo entre repudiarme y quedarse callado, ganando como siempre el terror a lo que digan los demás, la lucha por la respetabilidad burguesa a toda costa, el amor a las pantallas y la sociable afición a los sepulcros blanqueados. Nunca más lo volví a tocar, y era extraño estar embarazada sin síntomas ni malestares. Una blanda cortesía nos ataba tan fuertemente a como nos unió la tradición y el amor a seguir obedeciendo costumbres por las cuales dicen que los judíos somos tan odiados y considerados tan criminales como por lo que hace Israel en la Franja de Gaza. Quién diría que el bebé Kellerman que heredaría la microfinanciera que se nutría de la sangre de los más desposeídos no llevaba una gota de sangre del orgulloso propietario? No he vuelto a volar y aguardo el nacimiento de la criatura.
“Me mantengo en mi oficina con buen escritorio y al llegar a casa, mi gato de angora parece presentir que algo extraordinario me sucede. Creo que me tiene un poco de lástima, pero prefiere disfrazarla de respeto. A diario, las pesadillas se apoderan de mi mente y me hacen ver toda suerte de manos deformes, cuerpos tarabiscoteados y piernas torcidas. A veces mientras me inclino sobre mi pequeña refrigeradora de oficina para sacar té de mi pichel siempre lleno, o estiro las manos sobre mi vientre cada vez más abultado, una sensación de inquieta paz viene a anidarse en mi torrente sanguíneo. Pero en algunas pocas noches al mes el recuerdo de unos ojos azules como el globo terráqueo, a como lo vio Yuri Gagarin en su vuelo espacial admirando lo bello que es el mundo, navega por sus propios senderos hacia mi memoria y me reconforta, recordándome que este es un mundo de colores iridiscentes, un mundo de canica en el cual por fin tendré el honor de ponerle nombre a algo que no solamente es un adorado trozo de metal. Sé que volveré a volar, que sobreviviré al parto, aunque en mi descendencia se plasme la sombra que tiene el lado oscuro que no vemos de la luna, con su brillo opalescente que admiré por primera vez en las canicas de la suerte de mi papá, y que conocí personalmente por breves instantes en una tarde de tormenta durante un vuelo ordinario y extraordinario a la vez.”
Cecilia Levallois
29 de noviembre de 2009, en vísperas del Día Mundial del Historiador, a prueba de mala música(ruido), tareas “propia de la mujer” y demostrando que uno aprende mucho como maestra también de sus alumnos.