LA MORTAJA
La muy desconocida sensación del miedo comenzó a roerle la piel a Gibraltar Brethous de Chatillon una tarde de lluvia en 1986, mientras con infinita paciencia las costureras de la Casa de Modas Reyna Isabell de Castilla le ajustaban las sisas a lo que sería un traje de novia único en su género. Gibraltar identificó la sensación como miedo aunque nunca lo había sentido siendo adulta porque le causaba una impresión de tener una mano de hielo cerrándole el culo y otra haciéndole masajes juguetones a la costilla rota de su costado izquierdo, la misma que le daba punzadas cuando la luna estaba tierna. Creyendo que estaba con un ataque de diarrea, le dijo a Reyna Isabell de Castilla-la diseñadora, y pordiosito que se llama así aunque de nobleza ibérica solo tiene la soberbia y un pavoroso copete rubio-“con permiso que si no voy a cagar me muero” a lo que la ruborizada artista del vestuario replicó que lo hiciera de pie dentro del vestido, porque más costaba volver a encajar de nuevo todo en su lugar que luego mandar el traje a la dry cleaning para que le sacaran la caca. Gibraltar Brethous resolvió aguantarse y casi una hora después, con los nervios a flor de piel y una sensación de mareo, se sentó en el perfumado inodoro de la oficina de la modista. No había nada de malo con su estómago. Pero era la segunda vez en el mes que le bajaba la regla. Alguien pisó mi futura tumba mientras me medía ese traje, alguien golpeó mi lápida imaginaria, es un sapo real en mi jardín imaginario de duendes, se dijo mientras se acomodaba la ropa.No era supersticiosa. Atea, práctica a punto de ser prematuramente pragmática como un estadista sesentón, Gibraltar Brethous a los 26 años ya había visto demasiadas cosas y estaba familiarizada con el correr de la vida mundana. Como la hija menor de un veterano de los campos de concentración nazi, estaba deprovista de prejuicios y miedos tontos. Ella misma había visto el rostro ensangrentado y putrefacto de la guerra, y había regresado de “más allá del dulce abismo”, a como tan eufemísticamente cantaba las cosas Silvio Rodríguez. Además, la vida parecía sonreírle. En noviembre, cuando la estación lluviosa fuera en mengua en Managua, se iba a casar con el hombre más hermoso que había visto. Sus padres iban a lanzar la casa por la ventana, y solo el traje costaría mil dólares con su diseño exclusivo de satén pesado, encaje de bolillo de Venecia, y rebordado a mano con perlas de semilla y lentejuelas tornasoladas. Solo eso es para parecer un toro encohetado, se decía ella riendo. La boda sería en la Iglesia del Carmen, con recepción y cena a la orilla de la piscina en el Hotel Intercontinental, y una orquesta con músicos importados para la ocasión de las sinfónicas de Costa Rica y El Salvador para que la cosa fuera de altura. El novio, Felipe Antonio de Molina y Mercalli, era un capitán del ejército sandinista con ojos de avellana, tez marmórea, graciosos lunares y apostura de príncipe de opereta. Era botarate, alocado, neurasténico como un caniche francés sobreprotegido, lleno de manías y propenso a ser maniático-depresivo, divorciado(aunque nunca se había casado por la iglesia con la primera mujer pues fue una boda a escopeta cargada para legitimar a Lautaro, su unigénito que ya venía en camino...),zalamero y fanático de Frank Kafka. Felipe Antonio juraba estar muriéndose por Gibraltar Brethous, quien invariablemente le contestaba que ella no era cáncer ni SIDA para estarlo matando. El romance había comenzado cuando él cometió el craso y fachento error de invitarla a comer a Los Ranchos una noche y ella se presentó ahí con dos amigas glotonas, el ex prometido de una prima casquivana, y la abuelita que había quedado en silla de ruedas. Tras quedar sin un cinco ni para pagar el pasaje del bus después de la pantagruélica cuenta que le salió en el restaurante a Felipe Antonio, se convenció que Gibraltar Brethous, con su extrañísima mezcla racial y arbol genealógico que remontaba hasta Guillermo de Aquitania el Trovador, Sofía Paleólogo y Brian Boru de Irlanda, era exactamente el tipo de esposa que deseaba y probablemente la madrastra ideal para su bebé rubio Lautaro. La llave dela infatuación dio tres vueltas para Felipe Antonio cuando le presentó a Gibraltar Brethous a su unigénito Lautaro. El niño echó los brazos a la extraña mujer de ojos transparentes y el amor a primera vista se hizo presente por ambos lados. A partir de entonces Gibraltar Brethous jamás dejó de amar a Lautaro de Molina. Por eso es que ahora, pescando un taxi para irse a casa antes que le cayera semerendo balde de lluvia, no se explicaba la sensación de miedo que le mordió los talones mientras se medía el traje con el cual sellaría su felicidad legítima.
La semilla del miedo comenzó a germinar en Gibraltar Brethous. No era algo constante, pero asomaba cuando el trabajo cotidiano disminuía su paso, saludaba desde una ventana semiabierta, se le untaba en los pantalones como el pelaje omnipresente de sus gatos Aníbal y Emilce, le salía en la comida vegetariana que ingería en cantidades navegables, y volvía a desaparecer. Era solamente cuando se medía el traje que la sensación cobraba intensidad mayor. A tal punto que en una de las últimas sesiones de talla, la misma diseñadora Reyna Isabell de Castilla-quien le había cobrado gran afecto a Gibraltar a pesar de ser tan distintas la una de la otra como mujeres-le dijo,”No tenés cara radiante, de novia feliz.” El comentario le pegó como un morterazo en la cara a Gibraltar Brethous.Qué ganas de desbravarse con la modista, confesarle que sentía remordimientos porque este traje cuesta lo que sería preciso para alimentar a buen número de familias pobres que hacen filas por conseguir comida, y es ridículo, Reyna, es el traje más inútil de todos, la envoltura de los puños de ley y tradición que van en mi boda, el empaque fino de la esclava sexual, el traje más costoso pero el que te quiere arrancar con mayor velocidad y sin delicadezas el hombre para ver ya y gozar de lo que pagó con su apellido y promesas vacuas de una fidelidad que no conoce ni en foto. Es la mortaja de mi independencia, la nota final de una marcha fúnebre a mi autodeterminación, seré solo la señora de Molina, la sombra de Felipe Antonio.
Un mes antes de la boda, el traje de novia fue envuelto en papelillos perfumados y depositado en su caja lujosa. El padre de Gibraltar Brethous pagó billete sobre billete los 1000 dólares completos, y el tesoro fue a parar al closet de tres cuerpos de la habitación de su hija. Era el período de incubación de un mes antes de estar destinado a ser lucido en la fastuosa boda. Como que se lo harten las polillas y se mueran de currutaca por haberse pataguineado algo tan costoso,se reía sola Gibraltar Brethous.
El día del cumpleaños de Gibraltar Brethous estaba a un mes exacto de la fecha de la ruidosa boda. Ya que iba a ser el último que celebrara estando soltera, sus padres optaron por agasajarla en grande en la misma piscina del hotel Intercontinental donde se haría el banquete de boda en noviembre. Gibraltar Brethous tenía recuerdos cómicos de dicha piscina pues cuando era una patuda adolescente que figuraba como el mejor cerebro de ciencia y a la vez como campeona de puñetazos de un colegio inefectivamente caro, en ese mismo escenario su primer ex novio-con quien había estado comprometida desde los 8 hasta los 13 años de edad en convenio matrimonial al mejor estilo de los judíos sefarditas-le había roto las narices a Lázaro Amadeo, el gordito cubano que la había acompañado a una fiesta escolar de lujo. Yusef, que así se llamaba el primer novio sin amor de Gibraltar Brethous, había saltado como sapo enfurecido sobre Lázaro Amadeo, acabando ambos en el fondo de la piscina. Tras el escándalo, Yusef había dicho que aunque ya tuviera 3 años de haber roto el compromiso con Gibraltar, los celos seguían intactos. Esta vez sería un asunto elegante y formal, y de seguro que los miembros de la nomenclatura del sandinismo y el ejército le reprocharían a Felipe Antonio por las costumbres “reaccionarias, despilfarradoras y pequeño-burguesas” de su prometida y pronto esposa.
Felipe Antonio jamás enfrentaría reproches de su comité de base o compañeros de armas porque no estuvo en la fiesta de cumpleaños de Gibraltar Brethous. Mientras ella esperaba, él se refocilaba en un vetusto motel en la carretera vieja a León con Maritza, la secretaria que desde hace un mes se le insinuaba allá en su base militar. Que Maritza tuviera esposo, dos hijos y el trasero repleto de celulitis no importaba. La mujer le traía ganas, y Felipe Antonio nunca había sido marica para negarle el cariño a una hija de Eva. Al salir del motel después de comprobar que Maritza creía que ser sexy era solo estar despatarrada en el lecho sin mover ni un dedo mientras Felipe Antonio gruñía y sudaba como animal torturado, el hombre creyó reconocer estacionado ante una pulpería el carro de Jean, el tío paterno de su prometida. Por más que este maje sea cochón no se va a quedar callado que me vio con una mujer en la parrilla de mi moto, tapas y patas le faltarán para irle con el cuecho a Gibraltar, sobre todo que el muy hijueputa considera que la boda de su sobrina conmigo es casarse muy por debajo de su nivel...jodido se me olvidó que el desgraciado vive por aquí en su finca donde cría caballos, pensó Felipe Antonio mientras enrumbaba su moto MZ plateada evitando salir por la carretera. Ya estaba a punto de salir hacia la carretera nuevamente cuando las luces de la moto se apagaron a causa de un mal contacto que Felipe Antonio no había detectado antes. En la súbita oscurana, Felipe Antonio sintió la moto resbalar en el lodo y fue a pegar contra algo grande, gordo y peludo. Ese algo brotó patas-era una inmensa yegua gris de raza Lippizanner-y levantó la moto con sus dos ocupantes por los aires. La moto fue a dar contra una palmera grande, Felipe Antonio pegó contra un cerco y Maritza aterrizó de culo en unas plantas repletas de espinas. Apenas se recuperaban del impacto cuando una patrulla policial apareció por la carretera a pocos metros del sitio del accidente, y al oir los gritos de dolor de Maritza, llegaron a asomarse. A los pocos minutos estaban siendo llevados a la sala de emergencias de un hospital capitalino, donde el ansioso reportero joven que cubría la fuente de hospitales para la página de sucesos salió de su cabeceante tedio para hacer su noticia con ellos. No era de extrañarse que Felipe Antonio no llegara a la fiesta de Gibraltar Brethous, quien ya desde las 9 de la noche al verse plantada, llamó a Angel Martínez, un asesor militar cubano de ojos azules y pelo rojo, para que la acompañara.
Al día siguiente la noticia salió publicada en la página de sucesos de un diario de gran circulación y cuando la leyó Gibraltar Brethous antes de comenzar a redactar un informe para su jefe, se encogió de hombros. Esta vez me enteré, pensó, y las otras veces? Serán 20? No hice mal en llamar a Angel, quien no está nada mal aunque ya tenga 40 años. Maritza García y Felipe Antonio. Bueno saberlo. Siempre sospeché algo. Yo nunca me equivoco. Y no voy a comenzar equivocándome pronto. Hay mucho que hacer.
Cuando un contrito Felipe Antonio por fin llegó a hacerle la visita formal a la casa, Gibraltar Brethous no dio indicio de saber o sospechar nada. Lo recibió con la misma gélida bondad con la cual los azules de todos los tiempos han tratado a aquellos que consideran inferiores pero dignos de aguantar porque al fin y al cabo el mundo da cabida a todos y alguna vez pueden ser de utilidad. Le regaló un libro de poemas de la Bella Cordelera Luisa Labé, en castellano, querido, para mientras aprendés francés. Deberías de poner a Lautaro en un kinder donde le enseñen francés cuando la hora llegue. Solo el cariño por el robusto bebé quedaba intacto, y Gibraltar Brethous gozaba chineándolo, a tal punto que Felipe Antonio la acusaba de estar más enamorada de su hijo que de él.
El 5 de noviembre, fecha fijada para la boda, todo estaba a punto y listo. La iglesia había sido decorada, el padre que los casaría estaba ya con la mano bien untada para poder llevar a cabo la boda mixta, ya que Gibraltar Brethous se había negado a convertirse al cristianismo, conservando la fe hebrea aunque siempre hubiera sido atea. La madre de ella ya estaba en la iglesia, y Gibraltar Brethous llegaría con su padre en el Mercedes Benz negro de su papá. Guillaume Daniel Brethous quiso ayudar a su hija a meterse en el traje de novia. Cuando el padre por fin acabó de ajustar los 66 botones en los ojales de seda a lo largo de la espalda del vestido, la expresión del rostro de Gibraltar Brethous lo asustó. Eran los ojos de un basilisco. Ma bebé, qué pasa? preguntó afligido. Gibraltar Brethous se sentó en la cama con el traje puesto. Es una mortaja, papá. Si hoy me caso mañana mismo me entierran y con esta mortaja cara puesta. No puedo. El acongojado padre le dijo que era como un poco tarde, pero que prefería perder montaje, dinero, todo el engranaje de la boda, pero no perder a su hija. Yo te apoyo . No vas. Tomá estos cien dólares, ya te mando al chofer para que en la Renault te vaya a dejar a la parada del mercado Huembes y te vas directo donde tu tío Henri, quien siempre estuvo en contra de la boda y por eso no vino. Te vas directo a la granja en Rivas y allá te quedás por una semana. Yo llamo a tu jefe. De inmediato, voy a cancelar la boda. Y tendremos el banquete aunque no haya ceremonia. La comida no se puede desperdiciar.
Al ver entrar intempestivamente y sudado al padre de Gibraltar Brethous a la iglesia, Felipe Antonio se percató que ya no tenía futuro, por lo menos, no con ella. Lautaro, enfundado en un tuxedo, comenzó a llorar. El si amaba con locura a la extraña mujer con olor a incienso mezclado con sudor fresco. El niño miró con reproche a Felipe Antonio, como queriendo decirle que era culpa suya. La vergüenza de Felipe Antonio no conoció límites. Preguntó, gritó, aulló. Por qué? Por qué?
Era una venganza magistral, y Felipe Antonio sabía que la misma mujer que le recitaba poemas sobre lunares como estrellas en la constelación de Orión, era capaz de fraguar algo tan macabro como esto. Felipe Antonio jamás olvidaría tamaña afrenta, y aunque unos trece años después se encontraría de nuevo a Gibraltar Brethous, estando ella ya casada con otro y siendo madre de dos niños, el caldo nunca se enfrió en el sentido que por siempre Felipe Antonio quedó con la sensación de haber muerto en vida sin darse cuenta.
Una tarde de abril de 1999, Gibraltar Brethous se había sentado con un enflaquecido Felipe Antonio a tomarse un café en una librería donde ella estaba comprando unas obras de Jean Paul Sartre. Nunca tomo café, pero esta vez voy a necesitarlo y te acompaño, le dijo con una sonrisa que no subía hasta los ojos. Felipe Antonio, ajustándose la camisa de su uniforme militar, la miró fijamente antes de espetarle la pregunta. Me querías, Gibraltar? Gibraltar Brethous tragó gordo, lo miró fijamente y soltó que no. Pero le hice guevo, añadió para consolarlo. Un año y medio después del encuentro, Felipe Antonio le dijo que se iba a Canadá luego que lo soltaran del ejército. Se reuniría allá con Lautaro, quien estudiaba para ser veterinario. Lautaro nunca olvida tu regazo y tu olor a incienso con sudor, y sueña con volver a verte de nuevo, le dijo Felipe Antonio sin percatarse que la mujer-quien no tenía más que dos hijas-extrañaba al varoncito que pudo ser suyo. Un día antes de que se fuera del país, Gibraltar Brethous le llevó a su ex prometido el traje de novia que nunca se puso. Ayúdate, y no es caridad. Allá en el primer mundo el bordado a mano se cotiza muy alto, lo podés vender por unos 6 mil dólares. Felipe Antonio se guardó el orgullo y en la misma maleta que llevaba los pocos recuerdos físicos de su ex prometida, echó cuidadosamente el traje que para Gibraltar Brethous siempre pareció mortaja.
El avión en que iba Felipe Antonio hacia Canadá fue derribado por una bomba puesta por terroristas de Al Qaeda en Nueva York. Entre los restos, encontraron a Felipe Antonio muerto, sin desfiguraciones, incongruentemente intacto con un líquido transparente con olor a incienso y sudor fresco emanando de sus pocas heridas. Llevaba puesto el traje que a Gibraltar Brethous siempre le pareció una mortaja. Al ser entregado el cuerpo sin vida de Felipe Antonio a su hijo Lautaro, el joven estudiante de veterinaria decidió cremarlo con todo y el traje puesto. Lautaro guardó las cenizas en una urna al estilo griego, en su alcoba, para sentir aún el extraño olor a sudor fresco e incienso.
Cecilia Ruiz de Ríos
31 de agosto de 2004.
La muy desconocida sensación del miedo comenzó a roerle la piel a Gibraltar Brethous de Chatillon una tarde de lluvia en 1986, mientras con infinita paciencia las costureras de la Casa de Modas Reyna Isabell de Castilla le ajustaban las sisas a lo que sería un traje de novia único en su género. Gibraltar identificó la sensación como miedo aunque nunca lo había sentido siendo adulta porque le causaba una impresión de tener una mano de hielo cerrándole el culo y otra haciéndole masajes juguetones a la costilla rota de su costado izquierdo, la misma que le daba punzadas cuando la luna estaba tierna. Creyendo que estaba con un ataque de diarrea, le dijo a Reyna Isabell de Castilla-la diseñadora, y pordiosito que se llama así aunque de nobleza ibérica solo tiene la soberbia y un pavoroso copete rubio-“con permiso que si no voy a cagar me muero” a lo que la ruborizada artista del vestuario replicó que lo hiciera de pie dentro del vestido, porque más costaba volver a encajar de nuevo todo en su lugar que luego mandar el traje a la dry cleaning para que le sacaran la caca. Gibraltar Brethous resolvió aguantarse y casi una hora después, con los nervios a flor de piel y una sensación de mareo, se sentó en el perfumado inodoro de la oficina de la modista. No había nada de malo con su estómago. Pero era la segunda vez en el mes que le bajaba la regla. Alguien pisó mi futura tumba mientras me medía ese traje, alguien golpeó mi lápida imaginaria, es un sapo real en mi jardín imaginario de duendes, se dijo mientras se acomodaba la ropa.No era supersticiosa. Atea, práctica a punto de ser prematuramente pragmática como un estadista sesentón, Gibraltar Brethous a los 26 años ya había visto demasiadas cosas y estaba familiarizada con el correr de la vida mundana. Como la hija menor de un veterano de los campos de concentración nazi, estaba deprovista de prejuicios y miedos tontos. Ella misma había visto el rostro ensangrentado y putrefacto de la guerra, y había regresado de “más allá del dulce abismo”, a como tan eufemísticamente cantaba las cosas Silvio Rodríguez. Además, la vida parecía sonreírle. En noviembre, cuando la estación lluviosa fuera en mengua en Managua, se iba a casar con el hombre más hermoso que había visto. Sus padres iban a lanzar la casa por la ventana, y solo el traje costaría mil dólares con su diseño exclusivo de satén pesado, encaje de bolillo de Venecia, y rebordado a mano con perlas de semilla y lentejuelas tornasoladas. Solo eso es para parecer un toro encohetado, se decía ella riendo. La boda sería en la Iglesia del Carmen, con recepción y cena a la orilla de la piscina en el Hotel Intercontinental, y una orquesta con músicos importados para la ocasión de las sinfónicas de Costa Rica y El Salvador para que la cosa fuera de altura. El novio, Felipe Antonio de Molina y Mercalli, era un capitán del ejército sandinista con ojos de avellana, tez marmórea, graciosos lunares y apostura de príncipe de opereta. Era botarate, alocado, neurasténico como un caniche francés sobreprotegido, lleno de manías y propenso a ser maniático-depresivo, divorciado(aunque nunca se había casado por la iglesia con la primera mujer pues fue una boda a escopeta cargada para legitimar a Lautaro, su unigénito que ya venía en camino...),zalamero y fanático de Frank Kafka. Felipe Antonio juraba estar muriéndose por Gibraltar Brethous, quien invariablemente le contestaba que ella no era cáncer ni SIDA para estarlo matando. El romance había comenzado cuando él cometió el craso y fachento error de invitarla a comer a Los Ranchos una noche y ella se presentó ahí con dos amigas glotonas, el ex prometido de una prima casquivana, y la abuelita que había quedado en silla de ruedas. Tras quedar sin un cinco ni para pagar el pasaje del bus después de la pantagruélica cuenta que le salió en el restaurante a Felipe Antonio, se convenció que Gibraltar Brethous, con su extrañísima mezcla racial y arbol genealógico que remontaba hasta Guillermo de Aquitania el Trovador, Sofía Paleólogo y Brian Boru de Irlanda, era exactamente el tipo de esposa que deseaba y probablemente la madrastra ideal para su bebé rubio Lautaro. La llave dela infatuación dio tres vueltas para Felipe Antonio cuando le presentó a Gibraltar Brethous a su unigénito Lautaro. El niño echó los brazos a la extraña mujer de ojos transparentes y el amor a primera vista se hizo presente por ambos lados. A partir de entonces Gibraltar Brethous jamás dejó de amar a Lautaro de Molina. Por eso es que ahora, pescando un taxi para irse a casa antes que le cayera semerendo balde de lluvia, no se explicaba la sensación de miedo que le mordió los talones mientras se medía el traje con el cual sellaría su felicidad legítima.
La semilla del miedo comenzó a germinar en Gibraltar Brethous. No era algo constante, pero asomaba cuando el trabajo cotidiano disminuía su paso, saludaba desde una ventana semiabierta, se le untaba en los pantalones como el pelaje omnipresente de sus gatos Aníbal y Emilce, le salía en la comida vegetariana que ingería en cantidades navegables, y volvía a desaparecer. Era solamente cuando se medía el traje que la sensación cobraba intensidad mayor. A tal punto que en una de las últimas sesiones de talla, la misma diseñadora Reyna Isabell de Castilla-quien le había cobrado gran afecto a Gibraltar a pesar de ser tan distintas la una de la otra como mujeres-le dijo,”No tenés cara radiante, de novia feliz.” El comentario le pegó como un morterazo en la cara a Gibraltar Brethous.Qué ganas de desbravarse con la modista, confesarle que sentía remordimientos porque este traje cuesta lo que sería preciso para alimentar a buen número de familias pobres que hacen filas por conseguir comida, y es ridículo, Reyna, es el traje más inútil de todos, la envoltura de los puños de ley y tradición que van en mi boda, el empaque fino de la esclava sexual, el traje más costoso pero el que te quiere arrancar con mayor velocidad y sin delicadezas el hombre para ver ya y gozar de lo que pagó con su apellido y promesas vacuas de una fidelidad que no conoce ni en foto. Es la mortaja de mi independencia, la nota final de una marcha fúnebre a mi autodeterminación, seré solo la señora de Molina, la sombra de Felipe Antonio.
Un mes antes de la boda, el traje de novia fue envuelto en papelillos perfumados y depositado en su caja lujosa. El padre de Gibraltar Brethous pagó billete sobre billete los 1000 dólares completos, y el tesoro fue a parar al closet de tres cuerpos de la habitación de su hija. Era el período de incubación de un mes antes de estar destinado a ser lucido en la fastuosa boda. Como que se lo harten las polillas y se mueran de currutaca por haberse pataguineado algo tan costoso,se reía sola Gibraltar Brethous.
El día del cumpleaños de Gibraltar Brethous estaba a un mes exacto de la fecha de la ruidosa boda. Ya que iba a ser el último que celebrara estando soltera, sus padres optaron por agasajarla en grande en la misma piscina del hotel Intercontinental donde se haría el banquete de boda en noviembre. Gibraltar Brethous tenía recuerdos cómicos de dicha piscina pues cuando era una patuda adolescente que figuraba como el mejor cerebro de ciencia y a la vez como campeona de puñetazos de un colegio inefectivamente caro, en ese mismo escenario su primer ex novio-con quien había estado comprometida desde los 8 hasta los 13 años de edad en convenio matrimonial al mejor estilo de los judíos sefarditas-le había roto las narices a Lázaro Amadeo, el gordito cubano que la había acompañado a una fiesta escolar de lujo. Yusef, que así se llamaba el primer novio sin amor de Gibraltar Brethous, había saltado como sapo enfurecido sobre Lázaro Amadeo, acabando ambos en el fondo de la piscina. Tras el escándalo, Yusef había dicho que aunque ya tuviera 3 años de haber roto el compromiso con Gibraltar, los celos seguían intactos. Esta vez sería un asunto elegante y formal, y de seguro que los miembros de la nomenclatura del sandinismo y el ejército le reprocharían a Felipe Antonio por las costumbres “reaccionarias, despilfarradoras y pequeño-burguesas” de su prometida y pronto esposa.
Felipe Antonio jamás enfrentaría reproches de su comité de base o compañeros de armas porque no estuvo en la fiesta de cumpleaños de Gibraltar Brethous. Mientras ella esperaba, él se refocilaba en un vetusto motel en la carretera vieja a León con Maritza, la secretaria que desde hace un mes se le insinuaba allá en su base militar. Que Maritza tuviera esposo, dos hijos y el trasero repleto de celulitis no importaba. La mujer le traía ganas, y Felipe Antonio nunca había sido marica para negarle el cariño a una hija de Eva. Al salir del motel después de comprobar que Maritza creía que ser sexy era solo estar despatarrada en el lecho sin mover ni un dedo mientras Felipe Antonio gruñía y sudaba como animal torturado, el hombre creyó reconocer estacionado ante una pulpería el carro de Jean, el tío paterno de su prometida. Por más que este maje sea cochón no se va a quedar callado que me vio con una mujer en la parrilla de mi moto, tapas y patas le faltarán para irle con el cuecho a Gibraltar, sobre todo que el muy hijueputa considera que la boda de su sobrina conmigo es casarse muy por debajo de su nivel...jodido se me olvidó que el desgraciado vive por aquí en su finca donde cría caballos, pensó Felipe Antonio mientras enrumbaba su moto MZ plateada evitando salir por la carretera. Ya estaba a punto de salir hacia la carretera nuevamente cuando las luces de la moto se apagaron a causa de un mal contacto que Felipe Antonio no había detectado antes. En la súbita oscurana, Felipe Antonio sintió la moto resbalar en el lodo y fue a pegar contra algo grande, gordo y peludo. Ese algo brotó patas-era una inmensa yegua gris de raza Lippizanner-y levantó la moto con sus dos ocupantes por los aires. La moto fue a dar contra una palmera grande, Felipe Antonio pegó contra un cerco y Maritza aterrizó de culo en unas plantas repletas de espinas. Apenas se recuperaban del impacto cuando una patrulla policial apareció por la carretera a pocos metros del sitio del accidente, y al oir los gritos de dolor de Maritza, llegaron a asomarse. A los pocos minutos estaban siendo llevados a la sala de emergencias de un hospital capitalino, donde el ansioso reportero joven que cubría la fuente de hospitales para la página de sucesos salió de su cabeceante tedio para hacer su noticia con ellos. No era de extrañarse que Felipe Antonio no llegara a la fiesta de Gibraltar Brethous, quien ya desde las 9 de la noche al verse plantada, llamó a Angel Martínez, un asesor militar cubano de ojos azules y pelo rojo, para que la acompañara.
Al día siguiente la noticia salió publicada en la página de sucesos de un diario de gran circulación y cuando la leyó Gibraltar Brethous antes de comenzar a redactar un informe para su jefe, se encogió de hombros. Esta vez me enteré, pensó, y las otras veces? Serán 20? No hice mal en llamar a Angel, quien no está nada mal aunque ya tenga 40 años. Maritza García y Felipe Antonio. Bueno saberlo. Siempre sospeché algo. Yo nunca me equivoco. Y no voy a comenzar equivocándome pronto. Hay mucho que hacer.
Cuando un contrito Felipe Antonio por fin llegó a hacerle la visita formal a la casa, Gibraltar Brethous no dio indicio de saber o sospechar nada. Lo recibió con la misma gélida bondad con la cual los azules de todos los tiempos han tratado a aquellos que consideran inferiores pero dignos de aguantar porque al fin y al cabo el mundo da cabida a todos y alguna vez pueden ser de utilidad. Le regaló un libro de poemas de la Bella Cordelera Luisa Labé, en castellano, querido, para mientras aprendés francés. Deberías de poner a Lautaro en un kinder donde le enseñen francés cuando la hora llegue. Solo el cariño por el robusto bebé quedaba intacto, y Gibraltar Brethous gozaba chineándolo, a tal punto que Felipe Antonio la acusaba de estar más enamorada de su hijo que de él.
El 5 de noviembre, fecha fijada para la boda, todo estaba a punto y listo. La iglesia había sido decorada, el padre que los casaría estaba ya con la mano bien untada para poder llevar a cabo la boda mixta, ya que Gibraltar Brethous se había negado a convertirse al cristianismo, conservando la fe hebrea aunque siempre hubiera sido atea. La madre de ella ya estaba en la iglesia, y Gibraltar Brethous llegaría con su padre en el Mercedes Benz negro de su papá. Guillaume Daniel Brethous quiso ayudar a su hija a meterse en el traje de novia. Cuando el padre por fin acabó de ajustar los 66 botones en los ojales de seda a lo largo de la espalda del vestido, la expresión del rostro de Gibraltar Brethous lo asustó. Eran los ojos de un basilisco. Ma bebé, qué pasa? preguntó afligido. Gibraltar Brethous se sentó en la cama con el traje puesto. Es una mortaja, papá. Si hoy me caso mañana mismo me entierran y con esta mortaja cara puesta. No puedo. El acongojado padre le dijo que era como un poco tarde, pero que prefería perder montaje, dinero, todo el engranaje de la boda, pero no perder a su hija. Yo te apoyo . No vas. Tomá estos cien dólares, ya te mando al chofer para que en la Renault te vaya a dejar a la parada del mercado Huembes y te vas directo donde tu tío Henri, quien siempre estuvo en contra de la boda y por eso no vino. Te vas directo a la granja en Rivas y allá te quedás por una semana. Yo llamo a tu jefe. De inmediato, voy a cancelar la boda. Y tendremos el banquete aunque no haya ceremonia. La comida no se puede desperdiciar.
Al ver entrar intempestivamente y sudado al padre de Gibraltar Brethous a la iglesia, Felipe Antonio se percató que ya no tenía futuro, por lo menos, no con ella. Lautaro, enfundado en un tuxedo, comenzó a llorar. El si amaba con locura a la extraña mujer con olor a incienso mezclado con sudor fresco. El niño miró con reproche a Felipe Antonio, como queriendo decirle que era culpa suya. La vergüenza de Felipe Antonio no conoció límites. Preguntó, gritó, aulló. Por qué? Por qué?
Era una venganza magistral, y Felipe Antonio sabía que la misma mujer que le recitaba poemas sobre lunares como estrellas en la constelación de Orión, era capaz de fraguar algo tan macabro como esto. Felipe Antonio jamás olvidaría tamaña afrenta, y aunque unos trece años después se encontraría de nuevo a Gibraltar Brethous, estando ella ya casada con otro y siendo madre de dos niños, el caldo nunca se enfrió en el sentido que por siempre Felipe Antonio quedó con la sensación de haber muerto en vida sin darse cuenta.
Una tarde de abril de 1999, Gibraltar Brethous se había sentado con un enflaquecido Felipe Antonio a tomarse un café en una librería donde ella estaba comprando unas obras de Jean Paul Sartre. Nunca tomo café, pero esta vez voy a necesitarlo y te acompaño, le dijo con una sonrisa que no subía hasta los ojos. Felipe Antonio, ajustándose la camisa de su uniforme militar, la miró fijamente antes de espetarle la pregunta. Me querías, Gibraltar? Gibraltar Brethous tragó gordo, lo miró fijamente y soltó que no. Pero le hice guevo, añadió para consolarlo. Un año y medio después del encuentro, Felipe Antonio le dijo que se iba a Canadá luego que lo soltaran del ejército. Se reuniría allá con Lautaro, quien estudiaba para ser veterinario. Lautaro nunca olvida tu regazo y tu olor a incienso con sudor, y sueña con volver a verte de nuevo, le dijo Felipe Antonio sin percatarse que la mujer-quien no tenía más que dos hijas-extrañaba al varoncito que pudo ser suyo. Un día antes de que se fuera del país, Gibraltar Brethous le llevó a su ex prometido el traje de novia que nunca se puso. Ayúdate, y no es caridad. Allá en el primer mundo el bordado a mano se cotiza muy alto, lo podés vender por unos 6 mil dólares. Felipe Antonio se guardó el orgullo y en la misma maleta que llevaba los pocos recuerdos físicos de su ex prometida, echó cuidadosamente el traje que para Gibraltar Brethous siempre pareció mortaja.
El avión en que iba Felipe Antonio hacia Canadá fue derribado por una bomba puesta por terroristas de Al Qaeda en Nueva York. Entre los restos, encontraron a Felipe Antonio muerto, sin desfiguraciones, incongruentemente intacto con un líquido transparente con olor a incienso y sudor fresco emanando de sus pocas heridas. Llevaba puesto el traje que a Gibraltar Brethous siempre le pareció una mortaja. Al ser entregado el cuerpo sin vida de Felipe Antonio a su hijo Lautaro, el joven estudiante de veterinaria decidió cremarlo con todo y el traje puesto. Lautaro guardó las cenizas en una urna al estilo griego, en su alcoba, para sentir aún el extraño olor a sudor fresco e incienso.
Cecilia Ruiz de Ríos
31 de agosto de 2004.
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