Bienvenidos a El Mundo según Cecilia

Ni en broma ni en serio sino que en ambas formas y gracias a la guìa de mi hija Elizabeth, aquì estoy dando a luz a mi cuarta intervenciòn en Internet, siendo mis anteriores websites www.cablenet.com.ni/historyarte , www.cablenet.com.ni/historia/histoper y www.cablenet.com.ni/rubendario .Soy Cecilia, historiadora y profesora de idiomas tan orgullosamente nicaraguense como nuestro rìo San Juan, tengo 48 años y 27 dìas al momento de comenzar este parto, y es un intento por saltarme la barrera de las censuras, derribar el muro de Berlìn de los convencionalismos gazmoños y evitar que mis aportes se vean entorpecidos por la mediocridad. Aquì encontrarèis mis artìculos sobre historia, mis relatos de terror que sacan tinta de la sangre de los campos de guerra de la Nicaragua violenta de los años80, mis pensamientos filosòficos y mi amor incondicional por los animales. Quizàs sea la màxima expresiòn del egocentrismo militante y el sadismo utilitario, pero os prometo que no estarèis indiferente a nada, que ya es algo en este mundo de tedio y aburrimiento. Pasad adelante y gozad, o a como dicen los "cops" en Estados Unidos: Relax and enjoy it!
Cecilia Ruiz de Ríos
31 de octubre de 2007,Managua


jueves, 7 de febrero de 2008

bravo a la mesa, sàdico de cuidado


EL DEVORADOR DE MUJERES: ENRIQUE VIII TUDOR
Cecilia Ruiz de Rìos

"De veras era tan bravo a las mujeres el gordito?" me pregunta uno de mis alumnos referente al legendario monarca inglés Enrique VIII. En realidad, existen muchas leyendas en torno a este pelirrojo soberano que tuvo 6 mujeres oficiales, creó la base para la Iglesia Anglicana, fomentó el perfeccionamiento de la cerveza de gengibre o ginger ale, y entre sus gustos ostentó el placer sádico de decapitar a muchos.

Enrique vino al mundo un 28 de junio de 1491, siendo el segundo hijo varón del matrimonio formado por el avaro rey Enrique VII y su rubia esposa Elizabeth, quien según las malas lenguas tenía más derecho a la corona que el mismo monarca con quien estaba casada. Todas las esperanzas estaban cifradas en su hermano mayor Arturo, quien desde chico fue enclenque y débil mientras que Enrique era un rollizo y muy saludable bebé de inteligencia desbordante. Al llegar a la adolescencia, Enrique ya era un hombre extraordinario. Medía un metro ochenta, era pelirrojo y guapo, tañía varios instrumentos, hablaba diversos idiomas, era bueno a montar, a la pelota y al tenis... y escribía versos.

Para entonces, su hermano mayor fue matrimoniado con Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos de España, y por cierto que no era tan fea entonces. Cuando Arturito se murió vomitando los pulmones merced a una tisis galopante, dejaba tras de sí la duda en cuanto a si había consumado el matrimonio con la españolita Catalina. Pero el pinche de Enrique VII, no queriendo devolver la dote de la infanta, quiso casarse con ella (tenía poco de estarse enfriando en la tumba su mujer Elizabeth) pero al final de cuentas, el futuro Enrique VIII, cuatro años menor que Catalina, acabó desposándola. Sin bien Enrique estaba muy enamorado de Catalina cuando la aceptó como esposa, la incapacidad de esta mujer de parirle un hijo varón vivo lo fue decepcionando. La única sobreviviente de tantos partos de Catalina fue la debilucha y fea María Tudor.

Enrique tuvo entre otros devaneos un affaire con una tal Elizabeth Blount, quien le dio un varón a quien no pudo reconocer como heredero del trono. Pero al conocer a Ana Bolena, una sagaz jovencita que no quiso contentarse con ser amante del rey, Enrique VIII se vio preso de la pasión. Por ella ensució la reputación de su esposa Catalina, alegando que Dios le castigaba negándole el
varón porque vivía en pecado con la esposa de su difunto hermano. Pidió el divocio por la Iglesia, pero la coyuntura política internacional no permitió que el papa de turno le diera gusto.

Desesperado porque ya había preñado a Ana Bolena y esperaba que la panza albergara un macho, rompió con la Iglesia Católica y se erigió defensor de la Fe al fundar lo que llegaría a ser la Iglesia Anglicana. Cuando un 7 de septiembre de 1533 Ana Bolena le parió a la futura reina Virgen Elizabeth, Enrique se decepcionó y comenzó a restregarle a otras mujeres en la cara. Cuando Ana Bolena posteriormente tuvo un malparto abortando a un varón, Enrique decidió acusarla de adulterio y traición y la mandó a decapitar. Ya tenía en lista de espera a su tercera mujer, la simplona y gorda Juana Seymour, quien sí le parió el ansiado varón para morirse poco después de fiebres puerperales. El glotón Enrique, quien para entonces ya estaba más gordo que un chancho, llevó breve luto por Juana, pero poco después quiso contraer nuevas nupcias. Le llevaron un muy retocado retrato de Ana de Cléves, una flamenca de sangre azul, y mandó a Thomas Cromwell a que negociara el trato de matrimonio.

Cuando Enrique por fin conoció a Ana de Cléves, casi se muere del asco. La mujer era alta, fea, con cara picada de viruelas y no hablaba más que su gutural flamenco natal. No era erudita ni sabía hacer nada. Enrique se negó a consumar el matrimonio afirmando que jamás podría funcionar en la cama con semejante adefesio. Procedió a decapitar a Thomas Cromwell por la trastada de su cuarta boda, y Ana de Cléves, aliviada que Enrique solo le ofreciera divorcio y no el arrancarle la cabeza, consintió en soltar su presa, pasando a firmar papeles de divorcio y a retirarse con una buena pensión vitalicia.

La quinta esposa de Enrique fue la mujer que más jaquecas le dio. Catalina Howard era pelirroja, jovencita, bella, casquivana y prima de Ana Bolena. Enrique la llamó su "rosa sin espinas" y se casó enamoradísimo, sin sospechar que su linda mujercita llevaba una cola de libidinosa más larga que el río Támesis. Catalina no vio impedimento al casarse con el gordinflón para seguir con
su vida liviana, y siguió refocilándose en la cama con Thomas Culpeper, su antiguo amante, y quién sabe cuántos más.

Cuando le llevaron la evidencia a Enrique de los cachos que adornaban su testa al lado de la corona, Enrique creyó morirse de verguenza y dolor. Se sacó la rabia mandando a decapitar a Catalina Howard, y obligó al parlamento a aprobar una ley que decretara como traición el hecho que una mujer de alegre pasado aspirase a ser reina de la nación. Las posibles candidatas a
consortes se le corrían, y una avispada aristócrata le dijo que lo aceptaba por esposo solamente si tuviera dos cabezas, una para conservarse viva y otra para verse decapitada por él. Todavía aúllaba Enrique Tudor al pensar que Catalina Howard le pudo haber presentado a un hijo hecho con ayuda de todos cuando conoció a la viuda Catalina Parr, quien era treintona y muy hermosa. La Parr pasó a ser su sexta esposa, y fue la mejor de todas sus consortes. Lo reconcilió con sus hijas María y Elizabeth, a quienes había distanciando llamándolas bastardas.

Lo cuidó en su vejez, le soportó achaques, le sirvió de amansalocos y fue su enfermera paciente. Sin embargo, cuando Enrique murió un 28 de enero de 1547, pidió ser sepultado al lado de su tercera esposa Juana, la mujer que perdió la vida por darle a su hijo Eduardo. Curiosamente, este fortachón rey murió con síntomas de desnutrición, dado que solamente consumía carnes, huevos y cerveza, odiando los vegetales y otros alimentos necesarios. Amante de las comidas ricas en grasa, Enrique no salía de la cocina y varias veces se puso a guisar. Impulsó a sus cocineros a que perfeccionaran la maduración del queso cheddar y la elaboración de la ginger ale, siendo un monarca que contribuyó con su granito de arena a la gastronomía inglesa. Su pleito con la Santa Sede fue irrevocable. Desde entonces, los soberanos ingleses ostentan el título de Defensor de la Fe, y Enrique VIII pasó a la historia como uno de los estadistas más sagaces y el soberano más cruel que haya tenido Inglaterra.

1 comentario:

Anónimo dijo...

ayy ceicia que estas linda, quisiera conocerte