EL GRUÑON DE LOS UTILES SUEÑOS: MENDELEIEV
Cecilia Ruiz de Rìos
Hace 22 años, cuando estudiaba mi secundaria, un airado profesor de química le espetó a mi mejor amiga, Marianne, que el aula de clases no era sitio para cabecear como somnoliento caballo de carretonero... al menos que fuera Mendeleiev y estuviera pariendo la tabla periódica durante el pesado sopor.
Nacido en 1834 en Rusia, el gran científico Dmitri Mendeleiev es el hombre a quien debemos el perfecto orden de ese monumento de la química, la tabla periódica. Lo curioso es que este hermosísimo macho de ojos azules concibió la tabla periódica mientras sus hipnóticos ojos descansaban por un rato.
Mendeleiev llevaba varios meses quebrándose el coco en cuanto a cómo ponerle orden a los elementos en una tabla. Barajaba sus tarjetas como naipes, y en ellas tenía anotadas todas las características de cada uno de los elementos hasta entonces conocidos. Tenía lo que los nicas llamamos "el pálpito" de que había cierta relación entre ellas. Una noche, agotado de tanto pelear con sus tarjetas, Dmitri se fue al lecho al filo de la madrugada. Ni se desvistió al lanzarse sobre el diván. Roncó como olla de nacatamales y en sueños, vio la tabla periódica exactamente a como debía ser. Inmediatamente se despertó, saltó a su escritorio y antes que el diablo supiera y la revelación se le olvidara, anotó todo lo que vio en sueños en detalle. El resto fue cosa de confirmaciones. Las piezas habían caído todas en su sitio.
Dmitri era un hombre que los gringos podrían bien tildar de workaholic, un fanático del trabajo arduo. No tenía un átomo de pereza en su cuerpo de oso siberiano. Si la salud salía perjudicada, ni modo. Ante su mesa de trabajo, era un especímen muy expresivo. Joteaba a diestra y siniestra a gritos, gruñía, refunfuñaba y le pegaba arastradas verbales a las fórmulas matemáticas. Un alumno suyo recuerda que cualquiera que lo escuchara pensaba que estaba en una riña de cantina. A los 26 años, cuando estaba haciendo su libro de Química Orgánica, pasó dos meses ante el escritorio, casi sin comer ni beber y vociferando como loco.
Al igual que el norteamericano Edison, quien afirmaba que el genio era el resultado de 10% de talento y 90 por ciento de esfuerzo, Dmitri no admitía que le llamaran prodigio. "Bah, tengo que ser bueno, si solo trabajando vivo, algún resultado tiene que haber!"solía decir. Y a como se exigía a sí mismo, así esperaba que otros dieran lo mejor de sí, lo cual convertía a este buen profesor en un redomado gruñón. Regañaba a Raimundo y medio mundo, muchas veces en los pasillos. Nadie estaba a salvo de ser levantado como pato. Como profesor, a pesar de sus agrias pulgas, sus alumnos lo veneraban como a un dios porque sabían que debajo de tanto gruñido y grito había un hombre pavorosamente tierno y sensible. En una ocasión alguien le preguntó por su mal genio, y sencillamente contestó que era una manera de mantenerse sano y sin úlceras, e incluso citó a un colega suyo de apellido Vladislávlev que se murió de un infarto después de haberse pasado media vida sin gritar y con una sonrisa artificial dibujada en su rostro."No voy a morirme de cortesía porque otro viva," reía.
Si había algo en el mundo que transtornase a Dmitri aparte de su química eran los niños y los animales. Era capaz de quitarse un bocado de la boca por ofrecerlo a sus mascotas, era asiduo visitante de los zoológicos y quizás como resultado de su niñez infeliz, Dmitri era un manantial de risas y bondad ante los menores. Por muy ocupado que estuviera, siempre se alegraba cuando un chiquillo entraba a su laboratorio. Amaba jugar con las criaturas, haciendo de caballito para pasear a un niño sobre sus anchas espaldas. A menudo les organizaba festines, meriendas, guisaba para ellos (y dicen que hacía una sopa de col y un borscht para relamerse). Sus pocas horas de descanso las invertía en salir a pasear con niños y niñas a ferias y parques.
Si algo le ponía los pelos de la barba de punta era tener que dar experimentos en público. Aún siendo ya un científico mundialmente famoso, Dmitri sentía que sus manos se helaban como ranitas de estanque cuando iba a hacer un experimento en público. Temía que algo saliera mal. Como maestro, Dmitri siempre estuvo consciente de las necesidades -y no solo académicas- de sus pupilos. Fue a él a quien los furiosos estudiantes pidieron que entregara una petición protesta dirigida al zar. Dmitri llevó el pliego de peticiones hasta el ministro Deliánov, quien devolvió los documentos a Dmitri con esta nota: "Por orden del ministro de Instrucción Pública, el papel que se adjunta se devuelve al Consejero de estado, profesor Mendeleiev, ya que el ministro ni ninguno de los que están al servicio de Su Majestad Imperial tiene derecho de recibir esta clase de papeles... "Indignado, Dmitri dejó las aulas de la universidad. Era el punto final y triste a tantos años de enseñanza, durante los cuales vivió una agitada vida. Quizás por ese incidente, Dmitri optó por permanecer al margen de la política y no involucrarse con el estado.
Dmitri tuvo una gran pasión en su vida: una joven estudiante que se enamoró perdidamente de él. Para colmo ya Dmitri era un honorable científico de trayectoria internacional, profesor de tantos, y abnegado padre de familia. El amor de Dmitri por su estudiante lo martirizaba, le escribía cartas incendiarias, luego la mandaba a irse lejos... Dmitri se tiraba a sí mismo de sus luengas mechas castañas, aúllaba como lobo mal tirado en su laboratorio pensando en ella, y se pasaba días sin dormir. Durante cuatro años este romance le puso las hormonas en estado de alerta y los nervios de punta, y Dmitri para huir de su obsesión amorosa hasta llegó a abordar un barco para irse al Africa huyendo. Una vez a bordo miraba el agua y sentía deseos de tirarse a ella para regresar al nado donde su amor. Finalmente, no fue al Africa y se fue a Roma donde estaba su joven amada.
Cuando Dmitri murió en 1907, dejaba tras de sí una reputación de genio formidable, las noches de tertulia de miércoles en las cuales reunía a músicos, escritores, pintores y otros hombres de ciencia en una especie de salón, y las cartas de amor en un cajón junto a su testamento. Cuando el féretro conteniendo el voluminoso cuerpo de Dmitri avanzaba entre miles de sollozantes ex alumnos y dignatarios rumbo al cementerio de Vólkovo, adelante de la procesión fúnebre que abarcó varias cuadras iba su inmortal obra que fue concebida en sueños: la tabla periódica.
Hace 22 años, cuando estudiaba mi secundaria, un airado profesor de química le espetó a mi mejor amiga, Marianne, que el aula de clases no era sitio para cabecear como somnoliento caballo de carretonero... al menos que fuera Mendeleiev y estuviera pariendo la tabla periódica durante el pesado sopor.
Nacido en 1834 en Rusia, el gran científico Dmitri Mendeleiev es el hombre a quien debemos el perfecto orden de ese monumento de la química, la tabla periódica. Lo curioso es que este hermosísimo macho de ojos azules concibió la tabla periódica mientras sus hipnóticos ojos descansaban por un rato.
Mendeleiev llevaba varios meses quebrándose el coco en cuanto a cómo ponerle orden a los elementos en una tabla. Barajaba sus tarjetas como naipes, y en ellas tenía anotadas todas las características de cada uno de los elementos hasta entonces conocidos. Tenía lo que los nicas llamamos "el pálpito" de que había cierta relación entre ellas. Una noche, agotado de tanto pelear con sus tarjetas, Dmitri se fue al lecho al filo de la madrugada. Ni se desvistió al lanzarse sobre el diván. Roncó como olla de nacatamales y en sueños, vio la tabla periódica exactamente a como debía ser. Inmediatamente se despertó, saltó a su escritorio y antes que el diablo supiera y la revelación se le olvidara, anotó todo lo que vio en sueños en detalle. El resto fue cosa de confirmaciones. Las piezas habían caído todas en su sitio.
Dmitri era un hombre que los gringos podrían bien tildar de workaholic, un fanático del trabajo arduo. No tenía un átomo de pereza en su cuerpo de oso siberiano. Si la salud salía perjudicada, ni modo. Ante su mesa de trabajo, era un especímen muy expresivo. Joteaba a diestra y siniestra a gritos, gruñía, refunfuñaba y le pegaba arastradas verbales a las fórmulas matemáticas. Un alumno suyo recuerda que cualquiera que lo escuchara pensaba que estaba en una riña de cantina. A los 26 años, cuando estaba haciendo su libro de Química Orgánica, pasó dos meses ante el escritorio, casi sin comer ni beber y vociferando como loco.
Al igual que el norteamericano Edison, quien afirmaba que el genio era el resultado de 10% de talento y 90 por ciento de esfuerzo, Dmitri no admitía que le llamaran prodigio. "Bah, tengo que ser bueno, si solo trabajando vivo, algún resultado tiene que haber!"solía decir. Y a como se exigía a sí mismo, así esperaba que otros dieran lo mejor de sí, lo cual convertía a este buen profesor en un redomado gruñón. Regañaba a Raimundo y medio mundo, muchas veces en los pasillos. Nadie estaba a salvo de ser levantado como pato. Como profesor, a pesar de sus agrias pulgas, sus alumnos lo veneraban como a un dios porque sabían que debajo de tanto gruñido y grito había un hombre pavorosamente tierno y sensible. En una ocasión alguien le preguntó por su mal genio, y sencillamente contestó que era una manera de mantenerse sano y sin úlceras, e incluso citó a un colega suyo de apellido Vladislávlev que se murió de un infarto después de haberse pasado media vida sin gritar y con una sonrisa artificial dibujada en su rostro."No voy a morirme de cortesía porque otro viva," reía.
Si había algo en el mundo que transtornase a Dmitri aparte de su química eran los niños y los animales. Era capaz de quitarse un bocado de la boca por ofrecerlo a sus mascotas, era asiduo visitante de los zoológicos y quizás como resultado de su niñez infeliz, Dmitri era un manantial de risas y bondad ante los menores. Por muy ocupado que estuviera, siempre se alegraba cuando un chiquillo entraba a su laboratorio. Amaba jugar con las criaturas, haciendo de caballito para pasear a un niño sobre sus anchas espaldas. A menudo les organizaba festines, meriendas, guisaba para ellos (y dicen que hacía una sopa de col y un borscht para relamerse). Sus pocas horas de descanso las invertía en salir a pasear con niños y niñas a ferias y parques.
Si algo le ponía los pelos de la barba de punta era tener que dar experimentos en público. Aún siendo ya un científico mundialmente famoso, Dmitri sentía que sus manos se helaban como ranitas de estanque cuando iba a hacer un experimento en público. Temía que algo saliera mal. Como maestro, Dmitri siempre estuvo consciente de las necesidades -y no solo académicas- de sus pupilos. Fue a él a quien los furiosos estudiantes pidieron que entregara una petición protesta dirigida al zar. Dmitri llevó el pliego de peticiones hasta el ministro Deliánov, quien devolvió los documentos a Dmitri con esta nota: "Por orden del ministro de Instrucción Pública, el papel que se adjunta se devuelve al Consejero de estado, profesor Mendeleiev, ya que el ministro ni ninguno de los que están al servicio de Su Majestad Imperial tiene derecho de recibir esta clase de papeles... "Indignado, Dmitri dejó las aulas de la universidad. Era el punto final y triste a tantos años de enseñanza, durante los cuales vivió una agitada vida. Quizás por ese incidente, Dmitri optó por permanecer al margen de la política y no involucrarse con el estado.
Dmitri tuvo una gran pasión en su vida: una joven estudiante que se enamoró perdidamente de él. Para colmo ya Dmitri era un honorable científico de trayectoria internacional, profesor de tantos, y abnegado padre de familia. El amor de Dmitri por su estudiante lo martirizaba, le escribía cartas incendiarias, luego la mandaba a irse lejos... Dmitri se tiraba a sí mismo de sus luengas mechas castañas, aúllaba como lobo mal tirado en su laboratorio pensando en ella, y se pasaba días sin dormir. Durante cuatro años este romance le puso las hormonas en estado de alerta y los nervios de punta, y Dmitri para huir de su obsesión amorosa hasta llegó a abordar un barco para irse al Africa huyendo. Una vez a bordo miraba el agua y sentía deseos de tirarse a ella para regresar al nado donde su amor. Finalmente, no fue al Africa y se fue a Roma donde estaba su joven amada.
Cuando Dmitri murió en 1907, dejaba tras de sí una reputación de genio formidable, las noches de tertulia de miércoles en las cuales reunía a músicos, escritores, pintores y otros hombres de ciencia en una especie de salón, y las cartas de amor en un cajón junto a su testamento. Cuando el féretro conteniendo el voluminoso cuerpo de Dmitri avanzaba entre miles de sollozantes ex alumnos y dignatarios rumbo al cementerio de Vólkovo, adelante de la procesión fúnebre que abarcó varias cuadras iba su inmortal obra que fue concebida en sueños: la tabla periódica.
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