EL TENORIO MAS DELICIOSO DE LA CASA BLANCA
Cecilia Ruiz de Rìos
Cuando un 22 de noviembre de 1963 los periódicos llevaron en primera plana el asesinato de Kennedy, recuerdo haberle preguntado a mi abuela en mi media lengua infantil qué era el alboroto.
"Mataron a Kennedy. Era zanganísimo, pero pijudo! Qué pérdida de hombre, tan atractivo que era," dijo la matrona, resumiendo de una forma exacta lo que fue John Fitzgerald Kennedy, el presidente más joven que ha llegado a la Casa Blanca y uno de los estadistas más sagaces de este siglo. Una vez que estudiamos historia estadounidense en la secundaria el profe nunca pasó más allá de una sonrisa maliciosa al hablar de Kennedy, aunque a todos nos picaba la lengua por preguntar si era cierto que fue amante de Marylin Monroe. John F. Kennedy, además de haber sido un mandatario carismático y excelente padre de sus hijos, pasa a la historia como un hombre de una líbido prodigiosa. El día sin sexo es como playa sin agua, dijo el mismo hombre que comentó que hay que ver qué puedes hacer por tu patria y no qué cosa hace el país por uno.
Nacido un 29 de mayo de 1917 en el seno de una ambiciosa familia de orígenes irlandeses, su padre Joseph siempre instigó a su prole que fueran los primeros en todo. John, desde joven tan atractivo y simpático, decidió no quedarse atrás en nada... mucho menos en el sexo. No lo detuvo ni una dolencia de la espina dorsal y aunque en muchos días andaba con dolor, esto no le enfrió la entrepierna. Kennedy amaba los deportes como la natación y la vela. Consideraba el sexo como una necesidad natural, igual que el dormir y comer.
Y comía bien además de poder hacer siestas relámpago como los gatos. Kennedy perdió la inocencia a los 17 años en una casa de prostitución en el barrio negro de Harlem, cuando un camarada lo llevó a que supiera lo que era vida. Aventajado alumno resultó ser Kennedy, y al convertirse en el playboy de la universidad lo regañaron varias veces por meter mujeres a los dormitorios. Cuando hacía su servicio militar en la naviera en Washington, Kennedy se prendó de la periodista danesa Inga Arvard, a quien él llamaba Inga-Binga pero las fuentes de inteligencia le consideraban espía a favor de los nazis. Después de pasar tremendo susto cuando las autoridades comunicaron a Kennedy las intenciones de la rubiecita, el futuro presidente se zafó del lío como alma que lleva el diablo y pronto encontró consuelo en otras damas. Ya siendo senador, Kennedy era conocido como "el alegre soltero" y "el inpescable".
En una ocasión, cuando su compañero de apartamento tuvo que salir de urgencia, dejando en casa a dos chicas con las que iban a acostarse, Kennedy decidió suplir por su amigo y acabó haciendo un aparatoso ménage a trois en el lecho. La experiencia le gustó tanto que la repitió cada vez que se encontró con dos hembras en buena disposición y sin muchos prejuicios.
Ya entrado en su treintena, Kennedy decidió fríamente que precisaba una esposa adecuada. Apartó a las actrices, prostitutas, artistas y modelos y buscó a alguien linajudo... independientemente de que se dijera de ella que perdió la virginidad en un elevador en marcha cuando era estudiante en París: Jacqueline Bouvier. Venía de exquisita estirpe, era bella y como reportera hacía sus pinitos. Kennedy se fue al altar a sabiendas que nunca le iba a ser fiel a su Jackie, y desde que se lanzó a presidente hubo chismorreos de sus numerosas escapadas sexuales en campaña. Secretarias, cooperantes, oficinistas, todas tuvieron chance de conocer bien al futuro presidente.
El sensual Kennedy, una vez en la Casa Blanca, nadó desnudo en la piscina y no se escandalizaba si alguna belleza que lo visitaba quisiera mostrarse en la piscina sin ropa alguna. Kennedy llegó a convertir la Casa Blanca en una especie de motel de primeros lujos, con mujeres escamoteadas cuando Jackie andaba de viaje. En el contrato que firmaron unas secretarias apodadas Fiddle y Faddle por los agentes del Servicio Secreto se especificaba que debían estar disponibles PARA TODO. Jackie por su parte se hacía de la vista gorda. Sabía que tenía un tenorio entre manos y le fue más fácil, a como decimos en Nicaragua, hacerse la dunda. Solo en una ocasión fue que Jackie preguntó algo, cuando halló bajo la almohada unas bragas negras de seda que no eran de su talla. Sencillamente, con mucha elegancia, le preguntó a su maridito que indagara de quién eran los calzones porque a ella no le quedaban y la dama que los dejó podría pescar catarro por andar el rabo al aire.
Kennedy las prefería desinhibidas. Con la artista de strip-tease Blaze Starr le hizo el amor en un armario de la suite de un hotel en 1960 en plena campaña electoral, y aprovechó para contarle como chisme que el presidente Harding hacía lo mismo con Nan Britton en el closet de la Casa Blanca. En 1962 tuvo relaciones con la pintora divorciada Mary Pinchot Meyer y hasta llegaron a fumar marihuana juntos en la Casa Blanca. Kennedy virtió su pasión por la artista en varias cartas de amor. Ella murió asesinada en octubre de 1964.
Las estrellas de cine eran para Kennedy como lasagna para el gato Garfield. Anduvo con Gene Tierney, Jayne Mansfield la de los senos voluptuosos y hasta con Marylin Monroe, quien esperanzada que dejara a Jackie por ella le cantó un ronroneante Feliz Cumpleaños en Madison Square Garden cuando Kennedy cumplió 45 abriles. Otras aventuras de Kennedy incluyen a Judith Campbell Exner, quien tenía vínculos con la Mafia, y Gudrun Amundsen, una sobrina distante del famoso descubridor noruego de la Antártica.
Pocas mujeres supieron resistirse a su encanto, y entre las que lograron capearse de las manos nerviosas del presidente estuvo la historiadora ganadora del Premio Pulitzer Margaret Louise Coitt. Pero Kennedy, dotado de gran sentido del humor, no era rencoroso y era el primero en reírse de sí mismo, aún en situaciones tan comprometedoras como cuando se le juntaban dos mujeres que se odiaban entre sí o como cuando tuvo el incidente de la Bahía de Cochinos.
Cuando Kennedy muere en Dallas, muchas mujeres lloraron como viudas sin anillos. Otras, que apenas lo hemos ido conociendo a través de documentos, fotos y filme, aún sentimos un espeso nudo en la garganta al recordar a su hijito John saludando como militar el féretro de su padre en el sepelio. Kennedy, independientemente de haber sido el tenorio más grande que estuviera en el despacho Oval, dejó una huella inmarcesible en la historia y en nuestros recuerdos. A nadie se le ocurriría, a como no sucedió cuando vivía, juzgarle.
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