NOSTALGIA DE MUERTE
Cecilia Ruiz de
Ríos
Tras tantos años de no verla, así de
sopetón, me la topo en cualquier esquina de
la casualidad, y ahí está, intacta o si posible
mejor que el recuerdo, como descrita con
amor por un Mario Benedetti, y quiero decir
que en alguna parte debí de haberlo leído
pero es verdad, tuve que echar doble nudo a
mis emociones para que no salieran a su
encuentro a lamerle la cara como can
agradecido.
Los nudos nofueron muy fuertes pues antes
de morderme la lengua le dije que había
conservado sus poemas atados, sin que las
cucarachas a los ratones pudieran roer sus
bordes, y para cerciorarme que me creyera
le cité aquel pasaje donde ella comparó los
numerosos lunares de canela sobre mi tez
blanca como las constelaciones de un cielo
de diciembre, poniéndome a la altura de un
cinturón de Orión o las Siete Cabritas.
Y todo esto a pleno sol, con un calor de los
mil diablos, y con agenda apretada por cada
lado. Le dije que mi vida estaba como para
una telenovela, y ella me dijo que la suya
también. Fue cuando me di cuenta los
efectos de tanto como de marxismo y tantas
dosis de practicalidad que engulló a través
de los años.
Era la misma solo que con más años muy
bien disimulados. Hablamos de todo y de
nada, a como suele suceder cuando uno
quiere hacer un puente improvisado sobre el
río de la distancia o un cauce urbano de
olvido engavetado, atando lianas de
momentos compartidos hace años, tratando
de armar si no un Golden Gate Bridge o el
Puente de Londres por lo menos un
quitamiedos que nos de la sensación que
estamos asiendo algo firme, que hay por
donde pasar ante tanta indiferencia ficticia
acumulada, y salió a relucir hasta literatura
australiana del Banjo Patterson que ella me
leía, y le recité en mi mal inglés las únicas
líneas que se me pegaron de la popular rima
del confín del mundo sobre el vago Clancy
(in my wild erratic fancy visions come to me
of Clancy...) y de nuevo, a como lo hacía en
1984 me dijo que yo le recordaba al mentado
Clancy, y de nuevo me regañó por nunca
haber podido aprenderme aunque fuera la
versión castellana de la Rima del Anciano
Marinero de Samuel Taylor Coleridge...
Esto de los reencuentros, señores, no es
solo alivio. Alivio de saber que uno está vivo
y la contraparte nunca olvidada-viva también,
quizás un poco rasguñada, o un tanto
todavía con pulsos locos como antes. No es
solo alivio de que la vida no ha podido acabar
con uno, sino que también hay un regusto
bien sabroso a dolor.
Nos preguntamos qué hubiera sido si cada
quien no hubiera hecho toda la diferencia al
tomar el otro camino de la bifurcación, y que
me perdone el gringo Robert Frost por ésta.
Es saber que Serrat tiene razón cuando
canta que uno cree que los mató el tiempo y
la ausencia, pero su tren tomo boleto de ida
y vuelta...todas aquellas pequeñas cosas de
un tiempo de rosas (aunque aclaro que la
década pasada no fue muy de rosa para
muchos y que esos mismos escapan de
devolver el almuerzo de la arrechura cuando
se acuerdan de las filas y las confiscaciones
y la partida del hijo a la montaña...)
Y mientras hablaba con ella a la sombra de
un laurel de la India, sentados en una
banquita mientras un enorme pijul hace
glorioso intentos por cagarse encima de mi
mollera, los temas normales salen a flotar,
que la situación del país, que la corrupción
estatal, que el desempleo, y me voy fijando
en cada detalle, las piernas sin várices, las
manos huesudas de siempre, la mirada de
tormenta a punto de soltarse, mientras yo sé
que ella bebe a sorbo lento mis recién
estrenadas patas de gallo alrededor de mis
ojos color chocolate que siempre admiró, me
pasa la mano por el lunar de la mano, con
aquella espeluznante confianza, me busco
con disimulo canas en el cabello y sonríe
internamente al no encontrarlas porque ella
siempre ha pensado que las canas son el
termómetro visible del sufrimiento humano.
A quemarropa la sacudo con la pregunta que
me pica la lengua. Le pregunto si entonces,
año atrás, me quería. Es increíble ver a esta
señora que no le daría miedo olofatear el
azufre del diablo palidecer y quedarse
tartamuda por un rato.
Después de buscarse un asidero en el
acantilado por donde la he lanzado sin
querer, se pega como pulga en gato peludo
a una liana de excusas freudianas y me
suelta un discursito sobre las fijaciones
edípicas antes de darme un sí a media agua
que más bien me deja como cúcala que le
botaron el palo a sus pies. Me siento
vulnerable, ríanse, el señor se siente
chimado, triste con ganas de reír, el jodedor
de la fiesta, el que nunca le faltan los chiles
verdes o sencillamente morados, el
bacanalero que llega triunfante tras una
noche de desvelo a trabajar como burro de
carga.
Pero tengo que conformarme con algo tras
haber lanzado esa pregunta. No quiero que
me vea vulnerable. No quiero que se de
cuenta que a mis 37 años, me siento como
que ya vi de todo y no me gustó. Quisiera
sacar un borrador del aire y eliminar las
ganas de sincerarme por una vez en la vida,
si es que vida se le puede llamar a mi
existencia ajetreada.
El tiempo como siempre interfiere y tiene
que regresarse a su vida de siempre, a
seguir siendo la misma soberana del deber
cotidiano, a su mundo donde la conocen
pero no la ven.
Esa noche cuando llego a casa, pienso en
que puede ser verdad lo que me dijo sobre
los hijos citando a Khalil Gibran. Quiero
asirme un poco a su memoria y busco en el
cajón los poemas que me hizo cuando
nunca sospeché que yo podría ser musa de
alguien. Los encuentro en los papeles
amarillentos, junto a mi certificado de
bachiller y las notas de mi primer año en la
universidad.
Estoy por cerrar el cajón cuando un papel
sellado me llama la atención. La sentencia
de divorcio de mi único fracasado
matrimonio, por cierto una boda que no fue
con ella? No. Pero no puedo morirme del
susto. Nadie se muere dos veces y el papel
que tengo en mis manos es mi propio
certificado de defunción, que data de unos
años atrás. Es cuando me percato que la he
estado recordando tan cotidianamente que
no me ha dado tiempo de enterarme que ya
estoy muerto.
8 de abril de 1999
Cecilia Ruiz de
Ríos
Tras tantos años de no verla, así de
sopetón, me la topo en cualquier esquina de
la casualidad, y ahí está, intacta o si posible
mejor que el recuerdo, como descrita con
amor por un Mario Benedetti, y quiero decir
que en alguna parte debí de haberlo leído
pero es verdad, tuve que echar doble nudo a
mis emociones para que no salieran a su
encuentro a lamerle la cara como can
agradecido.
Los nudos nofueron muy fuertes pues antes
de morderme la lengua le dije que había
conservado sus poemas atados, sin que las
cucarachas a los ratones pudieran roer sus
bordes, y para cerciorarme que me creyera
le cité aquel pasaje donde ella comparó los
numerosos lunares de canela sobre mi tez
blanca como las constelaciones de un cielo
de diciembre, poniéndome a la altura de un
cinturón de Orión o las Siete Cabritas.
Y todo esto a pleno sol, con un calor de los
mil diablos, y con agenda apretada por cada
lado. Le dije que mi vida estaba como para
una telenovela, y ella me dijo que la suya
también. Fue cuando me di cuenta los
efectos de tanto como de marxismo y tantas
dosis de practicalidad que engulló a través
de los años.
Era la misma solo que con más años muy
bien disimulados. Hablamos de todo y de
nada, a como suele suceder cuando uno
quiere hacer un puente improvisado sobre el
río de la distancia o un cauce urbano de
olvido engavetado, atando lianas de
momentos compartidos hace años, tratando
de armar si no un Golden Gate Bridge o el
Puente de Londres por lo menos un
quitamiedos que nos de la sensación que
estamos asiendo algo firme, que hay por
donde pasar ante tanta indiferencia ficticia
acumulada, y salió a relucir hasta literatura
australiana del Banjo Patterson que ella me
leía, y le recité en mi mal inglés las únicas
líneas que se me pegaron de la popular rima
del confín del mundo sobre el vago Clancy
(in my wild erratic fancy visions come to me
of Clancy...) y de nuevo, a como lo hacía en
1984 me dijo que yo le recordaba al mentado
Clancy, y de nuevo me regañó por nunca
haber podido aprenderme aunque fuera la
versión castellana de la Rima del Anciano
Marinero de Samuel Taylor Coleridge...
Esto de los reencuentros, señores, no es
solo alivio. Alivio de saber que uno está vivo
y la contraparte nunca olvidada-viva también,
quizás un poco rasguñada, o un tanto
todavía con pulsos locos como antes. No es
solo alivio de que la vida no ha podido acabar
con uno, sino que también hay un regusto
bien sabroso a dolor.
Nos preguntamos qué hubiera sido si cada
quien no hubiera hecho toda la diferencia al
tomar el otro camino de la bifurcación, y que
me perdone el gringo Robert Frost por ésta.
Es saber que Serrat tiene razón cuando
canta que uno cree que los mató el tiempo y
la ausencia, pero su tren tomo boleto de ida
y vuelta...todas aquellas pequeñas cosas de
un tiempo de rosas (aunque aclaro que la
década pasada no fue muy de rosa para
muchos y que esos mismos escapan de
devolver el almuerzo de la arrechura cuando
se acuerdan de las filas y las confiscaciones
y la partida del hijo a la montaña...)
Y mientras hablaba con ella a la sombra de
un laurel de la India, sentados en una
banquita mientras un enorme pijul hace
glorioso intentos por cagarse encima de mi
mollera, los temas normales salen a flotar,
que la situación del país, que la corrupción
estatal, que el desempleo, y me voy fijando
en cada detalle, las piernas sin várices, las
manos huesudas de siempre, la mirada de
tormenta a punto de soltarse, mientras yo sé
que ella bebe a sorbo lento mis recién
estrenadas patas de gallo alrededor de mis
ojos color chocolate que siempre admiró, me
pasa la mano por el lunar de la mano, con
aquella espeluznante confianza, me busco
con disimulo canas en el cabello y sonríe
internamente al no encontrarlas porque ella
siempre ha pensado que las canas son el
termómetro visible del sufrimiento humano.
A quemarropa la sacudo con la pregunta que
me pica la lengua. Le pregunto si entonces,
año atrás, me quería. Es increíble ver a esta
señora que no le daría miedo olofatear el
azufre del diablo palidecer y quedarse
tartamuda por un rato.
Después de buscarse un asidero en el
acantilado por donde la he lanzado sin
querer, se pega como pulga en gato peludo
a una liana de excusas freudianas y me
suelta un discursito sobre las fijaciones
edípicas antes de darme un sí a media agua
que más bien me deja como cúcala que le
botaron el palo a sus pies. Me siento
vulnerable, ríanse, el señor se siente
chimado, triste con ganas de reír, el jodedor
de la fiesta, el que nunca le faltan los chiles
verdes o sencillamente morados, el
bacanalero que llega triunfante tras una
noche de desvelo a trabajar como burro de
carga.
Pero tengo que conformarme con algo tras
haber lanzado esa pregunta. No quiero que
me vea vulnerable. No quiero que se de
cuenta que a mis 37 años, me siento como
que ya vi de todo y no me gustó. Quisiera
sacar un borrador del aire y eliminar las
ganas de sincerarme por una vez en la vida,
si es que vida se le puede llamar a mi
existencia ajetreada.
El tiempo como siempre interfiere y tiene
que regresarse a su vida de siempre, a
seguir siendo la misma soberana del deber
cotidiano, a su mundo donde la conocen
pero no la ven.
Esa noche cuando llego a casa, pienso en
que puede ser verdad lo que me dijo sobre
los hijos citando a Khalil Gibran. Quiero
asirme un poco a su memoria y busco en el
cajón los poemas que me hizo cuando
nunca sospeché que yo podría ser musa de
alguien. Los encuentro en los papeles
amarillentos, junto a mi certificado de
bachiller y las notas de mi primer año en la
universidad.
Estoy por cerrar el cajón cuando un papel
sellado me llama la atención. La sentencia
de divorcio de mi único fracasado
matrimonio, por cierto una boda que no fue
con ella? No. Pero no puedo morirme del
susto. Nadie se muere dos veces y el papel
que tengo en mis manos es mi propio
certificado de defunción, que data de unos
años atrás. Es cuando me percato que la he
estado recordando tan cotidianamente que
no me ha dado tiempo de enterarme que ya
estoy muerto.
8 de abril de 1999
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